Seamos honestos, aquellos que en su día decidimos meternos en esto del periodismo sabíamos desde el principio que no iba a ser un camino fácil. El problema es que a estas alturas y viendo cómo está el panorama, uno comienza a preguntarse si alguna vez hubo realmente un camino.
Hace un par de días acudí al cine a ver Los Archivos del Pentágono. La obra en sí no es gran cosa y, de hecho, llega incluso a resultar ridículamente cómica gracias a algún que otro descarado monólogo propagandístico, dispuesto con la sutileza de una patada en la entrepierna. No obstante y pese a lo dicho, he de admitir que disfruté viendo la película. La cinta muestra los acontecimientos que rodearon la publicación de The Pentagon Papers, una de esas rara avis periodísticas en las que la profesión recuerda que, de hecho, tiene orgullo y un propósito social que cumplir. Ocurre que, como con Spotlight, aquellos que tenemos algún tipo de vinculación con la profesión no podemos dejar de sentir cierto cosquilleo al asistir a semejante espectáculo periodístico. Pero entonces la película termina, se encienden las luces de la sala y te quedas descolocado en tu asiento preguntándote si en algún momento existió de verdad un periodismo de ese calibre y, de ser así, dónde ha ido a parar.
A mis veintitrés años hay muchos aspectos de la vida que estoy empezando a descubrir. Me queda, espero, mucho camino, eso lo tengo claro. Siendo realistas, no soy nadie para ir dando lecciones. Sin embargo, con esto de la edad, pasa algo parecido al 'mansplaining': todo aquel que peine canas, o que haya soplado algunas velas más que tú, se auto concede el derecho a ningunearte o a darte lecciones, las hayas pedido o no. Desde aquí mi apoyo a todas las mujeres jóvenes, pues ellas han de cargar con esto por partida doble.
Lo siento, pero no lo entiendo. Verán, yo nací a mediados de los noventa y, por entonces, el discurso era muy distinto: “esfuérzate y estudia mucho para tener un buen trabajo”. Al poco, además, llegó la burbuja inmobiliaria y mi generación fue testigo del abandono escolar masivo de aquellos que nos precedían. Parecía que las reglas del juego habían cambiado, ya no era necesario estudiar para poder disfrutar de un buen sueldo. Los políticos hacían el agosto recalificando terrenos, las constructoras levantaban edificios en ellos, RTVV rendía culto a la megalomanía de ambos y después se iban todos juntos a hacer gasto al restaurante de confianza, que los recibía a ellos, y a sus (en realidad, de ustedes) carteras, con los brazos abiertos. Todo el mundo ganaba, hasta que dejaron de hacerlo. Y entonces muchos, que no habíamos hecho ni deshecho, comenzamos a perder.
Mi llegada a la Universidad de Valencia coincidió con el famoso cierre de RTVV. Como es lógico, los alumnos de periodismo nos volcamos a participar en todo tipo de actividades de protesta por el cierre del ente público valenciano. Desde las aulas se nos exhortaba a tomar partido, a exigir el retorno de una televisión pública en valenciano y de calidad. Por aquel entonces fueron también relativamente frecuentes los actos en los que ex trabajadores de Canal Nou aireaban las vergüenzas que durante tanto tiempo habían escondido. Pero no importaba, había que ayudarles, había que recuperar una televisión pública que, esta vez sí, podría ser de todos. Ocurre que mientras tanto, los mismos que nos animaban a protestar, nos estaban haciendo la cama.
No lo podíamos ver entonces, pero cuando los jóvenes periodistas hablábamos de una nueva RTVV, teníamos en mente un ideal de buen periodismo. Pero cuando los antiguos trabajadores hablaban de una nueva RTVV, tenían en mente una nómina fija. Y por esa razón, la misma por la que durante tantos años hicieron y consintieron la corrupción que llevó a la ruina de RTVV, se cerró las puertas a toda una nueva generación de periodistas. Y creedme, por aquí ya huele demasiado a cerrado.
Que el nuevo ente habría de ver la luz viciado se sabía ya desde el comienzo. Desde que se aprobara la ley con la disposición transitoria novena, hecha a medida de los ex trabajadores, y que hoy se traduce en un 90% de la plantilla procedente de la extinta RTVV. Pero la orquesta siguió tocando incluso debajo del agua y continuó desde las aulas y los medios un pregón que hablaba de renovación, de justicia y de ilusión, pero que nunca habló de responsabilidades ni pidió cuentas a los que, por acción u omisión, son responsables del desastre. El premio para aquellos que hundieron o dejaron hundir el barco, ha sido un nuevo puesto en el cascarón flotante construido con los restos del naufragio.
Todo queda en casa y aquellos que tuvieron en su mano hacer las cosas bien ya repartieron desde el Botànic el pastel y no han dejado ni las migas. No reparar el daño, si es que eso aún es posible, supone, de facto, dejar en la estacada a toda una nueva generación de jóvenes periodistas. Una generación valiente, muy formada y con nuevas ideas que aportar a un entorno multimedia con el que han crecido y del que son conocedores.
Si de algo hemos pecado los jóvenes, y seguro que lo hemos hecho, es de inacción y pesimismo. Sufrimos la apatía que la constante caída en picado del sector ha marcado a fuego en nosotros, ya desde el cierre de RTVV a nuestra llegada. Lo hemos mamado día a día y se ha instalado en nuestras cabezas que esto es así, que no hay nada que hacer, que no hay alternativa al compadreo, a la Cosa Nostra y al periodismo de amiguetes. Es lógico, ¿cómo no íbamos a estarlo?, si los mismos profesores que nos formaron son los que nos cierran ahora las puertas. ¿Tan poco confían en el fruto de su trabajo diario en las aulas? Nos mintieron a la cara y en esas seguimos, pagando los platos rotos de los que nos han excluido del tablero, con la certeza de que un día volveremos al juego. Pero hasta que llegue ese día, danzad, malditos, danzad.