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Henrike Scholten nos desnuda

La belleza es relativa, tiene que ver con los gustos y con las épocas. Una excesiva admiración por la forma y la apariencia ha llevado a algunas sociedades, a lo largo de la historia, a una exaltación de lo material que ha resultado finalmente fatal si nos ceñimos a los resultados de su destino. El tiempo y su desgaste atroz sobre las personas y los materiales es una batalla perdida, un proceso incontestable que nuestra sociedad habría de revisar para administrar de otro modo sus esfuerzos.

Frente a la velocidad y la inmediatez que definen nuestro tiempo, el lujo realmente consiste en todo lo que escasea: el contacto con la naturaleza, el silencio, la meditación, la lentitud recobrada, el placer de vivir a contratiempo, la ociosidad estudiosa, el disfrute de las obras maestras y otros tantos privilegios que no se pueden comprar porque no tienen, literalmente, precio[1]. A la pobreza que soportamos podemos oponerle un empobrecimiento elegido, o una autorrestricción voluntaria, que no es en absoluto la opción de la indigencia, sino la redefinición de las prioridades personales, logrando inventar nuestra propia vida para ser dueños de nuestro destino.

La artista holandesa Henrike Scholten está más interesada en lo estético que en lo bello. Ese es su compromiso de interpretación de la realidad y para ello realiza un ejercicio de abstracción de la forma humana. Cuando miramos más allá de lo que se muestra ante nuestros ojos, más allá de los cuerpos torneados y los estereotipos del estilo, lo que encontramos es una composición de músculos y vísceras, órganos, extremidades y grasa. Ese es el modo con el que Scholten nos recuerda la fragilidad del equilibro que separa la vida de la muerte, lo bello de lo grotesco. Unos binomios que no califican los extremos en términos peyorativos, sino que los asume como partes necesarias y se deleita en ellos.

Sus trabajos de lápiz sobre papel representan la delgada línea que separa lo desagradable de lo placentero, que toma forma en acumulaciones de carne que nos remiten al instinto salvaje contenido en lo humano. Cuando nos desnudamos, cuando nos despojamos de las convenciones y pasamos por alto los estándares del comportamiento, lo que queda, a los ojos de la artista, es una masa informe que omite las particularidades para centrarse en lo común. Su mirada nos hace iguales, pues nos reduce a una esencia abstracta. La falsa idea de belleza y felicidad acarrean tras de sí la materia desgarrada y los sueños truncados, esos que alimentan el dolor humano y que Scholten convierte en orografías montañosas de un territorio delicado, el de las emociones.

[1] Bruckner, Pascal. La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz. Tusquets, Barcelona, 2001.