Sobre huidas, moscas y pestes

El ansia por conocer y descubrir ha sido durante siglos uno de los motores que ha empujado a las personas a viajar, a poner distancia de por medio con el entorno más cercano. También la necesidad, la búsqueda de un mínimo futuro. O el miedo, ese que hoy sigue empujando multitudes a punta de cañón por remotos conflictos olvidados. Ese impulso por el movimiento cambió por completo nuestras vidas, nos llevó a domesticar caballos, burros y dromedarios, nos hizo confeccionar botas que protegieran nuestros pies, y nos condujo a inventar artefactos tan fantásticos como la rueda, el barco de vapor, el tren o el Concorde.

Esa obsesión por concebir nuevos medios para transportarnos en el espacio acabaría siendo fatal para Andre Delambre, el científico el protagonista de la fantástica película de Kurt Neumann The fly (1958). La accidental invasión de una mosca en sus experimentos sobre teletransportación, acabó por transformarle en un monstruo mitad humano y mitad insecto díptero, un ser maldito empujado inevitablemente a la muerte, como todo buen científico cinematográfico que se precie de jugar con los misterios de la vida. La película tuvo una continuación un año más tarde con Return on the fly y un remake en 1986 más efectista que interesante. Claro que, por otro lado, no resulta extraño el éxito del filme pensamos que, al final, ese afán por desplazarnos ha terminado por provocarnos una mutación que nos aproxima, si no a las moscas, al menos a un pariente más o menos lejano, la polilla del tabaco, un fantástico insecto capaz de desplazarse más de cien kilómetros guiado por su olfato. Y es aquí donde empiezan los problemas -para ellas y nosotros- y la sospecha de esa extraña mutación. Porque la simpática polilla anda desde hace tiempo desorientada.

La clave está en que, según los estudios realizados por investigadores de las universidades de Washington y Arizona, las interferencias provocadas por la contaminación y los perfumes artificiales les impiden detectar el olor de esas flores naturales que les proporcionan alimento a cambio de su pequeña ayuda a la polinización. Un problema que, como es bien sabido, también nos mantiene a los humanos en un estado de desasosiego difícil de sobrellevar. Con un agravante, que en nuestro caso el olor que neutraliza nuestra capacidad de orientación es el mismo que nos incita a salir huyendo. Es un olor intenso, ácido, asfixiante que impregna nuestra pituitaria hasta ahogarte y propiciarte la arcada.

Se trata de un hedor que parece emanar de forma natural de determinados individuos de la especie humanoide como los Carlos Fabra, los Juan Cotino, los Luis Bárcenas, los Miguel Blesa o los Rodrigo Rato. Una pestilencia que se apodera del ambiente cada vez que la ministra Ana Mato o el consejero de Sanidad de Madrid, Javier Rodríguez, aludían al ébola, hasta tal punto que Rajoy tuvo que sustituirlos en las comparecencias por Soraya Sáenz de Santamaria para tratar de, al menos, disimular los efluvios. Una fetidez que nos remueve el estómago cada vez que los chicos de Christine Lagarde en el FMI insisten en recomendarnos por nuestro bien moderación salarial. Una peste putrefacta especialmente difícil de soportar cuando surge de las axilas de algún compañero de viaje, político o sindical, que se apresura a meterse al bolsillo la tarjeta opaca de turno en pago por sus olvidos.

Nos enfrentamos, pues, a una miasma cuyo avance parece imparable y que nos empuja a la huida desesperada, a la vez que nos aturde hasta incapacitados para el ejercicio de la orientación. Es por ello que la búsqueda de brújulas se haya convertidoen la gran obsesión de estos tiempos. Esto explica que este año el premio Nobel de Medicina haya recaído en John O’Keefe y el matrimonio noruego compuesto por May Britt Moser y Edvar Moser, un trío científico que lleva décadas investigando los mecanismos que llevan al cerebro humano a dirigir nuestro deambular, nuestro GPS neuronal. Como explica también que las grandes cadenas de librerías, conscientes de que los manuales de autoayuda ya no son consuelo para sus perdidos clientes, hayan optado a regañadientes por situar en sus mejores estantes los trabajos de Juan Carlos Monedero. Y hasta El Capital de Carlos Marx.