¿Por qué incendian las iglesias?

Antonio Capdevila, médico, botánico y matemático del siglo XVIII, fue un ilustrado valenciano del círculo de Gregorio Mayans, que durante décadas ejerció como corresponsal en España del gran médico y erudito suizo-alemán Albrecht von Haller. En una de las cartas que Capdevila intercambió con Haller, nuestro científico se lamentaba de que la Inquisición hubiese censurado la publicación de un tratadito suyo sobre los beneficios de la inoculación contra la viruela. En su epístola a Haller decía: “Esta Disertación se había de imprimir en la ciudad de Murcia. Pero un fraile muy ignorante, cargado de títulos, que era el aprobante dijo: que se había de mandar borrar Cl Albertus Hallerus Europae Medicorum facere princeps, amicus noster in perpetuum calendus. El juez eclesiástico, también muy ignorante y bárbaro dijo: que obra escrita por autor español que entendiese el griego, inglés, francés, e italiano, de ninguna manera se podía dejar imprimir, y no quiso devolverme el original. Usted se reirá de este pasaje. El estar los españoles menos ignorantes, sojuzgados de gente ignorante y bárbara, es una de las causas del atraso de las buenas letras en esta monarquía.” Me han venido a la memoria estas palabras de Capdevila, escritas hace doscientos años, en pleno Siglo de las Luces, al advertir que, una vez más, significados jerarcas de esa poderosa corporación mundial que es la iglesia católica siguen interviniendo activamente en la política española, irrumpiendo en plena campaña electoral, como antaño cuando la jerarquía eclesiástica era parte sustancial del régimen franquista.

El incendiario discurso contra la modernidad que algunos de estos jerarcas reiteran desde el púlpito es expresión de un anacronismo histórico fosilizado que les lleva incluso a negar los derechos civiles reconocidos en la Constitución. Tan antiguo es su modo de pensar, que en su ideología los ciudadanos son tenidos por “siervos del señor”, y digo “señor” tanto en el sentido del régimen señorial, como en su acepción religiosa. No puede entenderse de otro modo la soflama antisistema llamando a desobedecer la constitución española que en su título I sobre derechos y deberes fundamentales, niega cualquier discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. ¿Cómo calificar que desde el púlpito se aliente la desobediencia contra la legalidad democrática? ¿Qué futuro nos ofrece ese desprecio misógino a la dignidad de las mujeres, tan arraigado en la curia paulista? ¿O la obsesiva negación agustiniana de la sexualidad y los placeres?

Irrumpir desde el púlpito con un discurso pre-moderno y anti-ilustrado, patriarcal y antidemocrático hace un flaco favor a tan poderosa institución y resulta especialmente humillante para la comunidad de cristianos que vive en este mundo y actúa de acuerdo con unos valores bien distintos. Sólo falta que la curia arremeta de nuevo contra el darwinismo y la ciencia atea, para completar el esperpento retrógrado.

Los que utilizan a dios y la justicia divina como instrumento de dominio y subordinación deberían recordar el “no tomarás el nombre de dios en vano” y entender la separación irreversible entre dios y patria. No sé si un día tendrán que dar cuenta ante la justicia divina, pero con toda seguridad tendrán que darla ante la justicia humana. Quienes se obstinan en negar el sencillo precepto del “vive y deja vivir” hay que recordarles que aquí abajo, en esta tierra de dolores y placeres los imperfectos humanos seguimos a Montesquieu y nos regimos por leyes humanas que nos defienden y nos comprometen a todos. También a los jerarcas de la curia. Y cuando las leyes se vulneran no basta con la confesión, la disculpa o el arrepentimiento, sino que la justicia dicta sentencia. Hay que tener cuidado con los límites y las consecuencias de situarse fuera de la leyes humanas. Así de ingratos con dios somos los humanos, monseñor.