Desde que dos aviones estrellados contra las Torres Gemelas refutaron el fin de la historia vaticinado por Francis Fukuyama, hemos vivido soliviantados, con razón, por la sinuosa amenaza del terrorismo internacional.
Enfrentarse a un peligro imperceptible hasta su manifestación generaba desasosiego. Observar sus evoluciones en planta territorial ha resultado espeluznante. El Islam no es un concepto territorial, sino teocrático. Tampoco es proclive, pese a la denominación ISIS, a la idea de Estado. Sin embargo, las revisiones y tácticas de los nuevos grupos yihadistas pasan por el dominio de áreas en las que imponer su ley. La caída de los dictadores regionales (entre las guerras iniciadas por Estados Unidos y las revoluciones democráticas) ha propiciado los avisperos en los que estos grupos se mueven con soltura.
Las acciones del terrorismo islámico suponían una propaganda de indudable efecto transgresor. No obstante, desde los talibanes (más allá de zonas recónditas de África, por ejemplo), no contábamos con ejemplos a escala homologables del poder territorial del islamismo radical.
Y la experiencia no deja lugar a la duda. En el fondo y las formas. No nos equivocamos, si asumimos que la amenaza a Occidente es la de mayor calado de los últimos tiempos. A menudo, pecamos de transigentes por un temor (lo políticamente correcto) a ser considerados etnocéntricos. Pero las naciones del mundo nos hemos dado unas normas, con mayor o menor capacidad de cumplimiento, entre las que los genocidios planificados y su apología se consideran execrables y deberían perseguirse. Es el programa de mínimos de la ONU. Obviamente, tampoco se deben pasar por alto otras afrentas, como las ablaciones.
La amenaza, además, se torna provocación, dado que se pretende llamar la atención con prácticas que hacía décadas que no tenían parangón (si dejamos, al margen, nuevamente, los ajustes de cuentas africanos, los cuales no se publicitaban).
Torturar o ejecutar públicamente y con espectacularidad no constituyen usos de nuevo cuño. Más bien, han formado parte de perversas costumbres ancestrales que creíamos superadas. Por eso, nos sacuden tan violentamente las imágenes de decapitaciones, ahogamientos o lapidaciones. Con estas prácticas, se está expresando, a los cuatro vientos y para los que no se quieran enterar, que la deshumanización del enemigo justifica todos los medios y fines.
En definitiva, que la cosa va en serio.
Las ejecuciones en el teatro romano de Palmira, por su parte, desprenden un tufo que evoca la escenografía glorificadora de los totalitarismos de principios del siglo pasado. Cientos de millones de muertos entre la secuencia rápida de los nazis y la versión más prolongada de las corrientes predemocráticas del comunismo (estalinismo, jemeres rojos…).
Si no se aborda el problema y se sigue despreciando la colaboración de los islamistas moderados, los tiranos del ayer pueden acabar en un pie de página de la historia del mañana.