Cuando era pequeña me preguntaba mucho por qué. En realidad no había nada de singular en lo que me ocurría. Hay una edad para los porqués. Por mis amigas sé que hay una etapa en la crianza por la que toda madre o padre tiene que pasar, ese momento terrible en el que los pequeños empiezan a hablar y con ello a preguntarse el porqué de casi todo: ¿Por qué el sol es amarillo? ¿Y por qué llueve? ¿Por qué no tengo un hermanito? ¿O por qué sois novios? ¿Por qué vienen los Reyes Magos? ¿Por qué el ratoncito se apellida Pérez? Y vosotros, ¿por qué no estáis casados?
Mi madre me recuerda habitualmente que una profesora le dijo que formular preguntas era positivo: se aprende interpelando; que por agotador que fuera preguntar es sano; que constituye una forma de desarrollar nuestra capacidad cognitiva. A los cuatro o cinco años tendemos a cuestionarnos todo lo que nos rodea para forjar nuestra inteligencia. Nos preguntamos todo tipo de cuestiones para establecer patrones. Para configurar el mundo. La sorpresa ante lo que nos rodea y la consiguiente búsqueda de los porqués como parte de la evolución.
Más allá de mi trayectoria y educación sentimental, los porqués me han acompañado también en mi profesión. En cualquier trabajo periodístico constituyen una pieza esencial. Una noticia debe de responder a las cinco w (what, qué, who, quién, when, cuándo, where, donde y why, por qué) y una h (how, cómo) para ser considerada completa. Y como la mirada periodística busca la precisión, ahí andamos a vueltas con las preguntas: por qué no pactaron antes, por qué la mató, por qué no encuentran una solución al conflicto -en definitiva-, por qué tuvo que suceder lo que sucedió.
Sin embargo, cada vez soy más enemiga de los porqués. Conforme cumplo años tengo la sospecha de que viviríamos más tranquilos sin ellos; no todos producen beneficios; algunos son un cajón de sastre; llevan a callejones sin salida; a vivir cualquier suceso con la perplejidad de un extraterrestre puesto que nos conducen a causas-efectos insalvables, a una auténtica encrucijada sin respuesta. No todo tiene un porqué comprensible. A veces resulta más saludable amarrarse a la cuerda de la ignorancia para poder continuar.
Con todo, no quiero decir que dejemos el contador de las preguntas a cero, pero estoy convencida de que reduciendo los porqués, desistiendo de las preguntas incesantes, enfriaríamos las inútiles emociones que producen y seríamos mucho más felices. Al fin y al cabo la vida es hermosa y el quid de la misma es vivirla. ¿Por qué preguntarse qué hay debajo de la alfombra?
*Magda R. Brox es periodista de la Universitat de València. Centre Cultural La Nau