La vida nos llega sin haber cursado solicitud. Y con el regalo, en el mismo paquete, viene el lenguaje, los lazos de parentesco, la comunidad y los valores. Te guste o no te guste, es lo que hay. Algo así como un universo social y cultural para no perderse. Y desde niños vivir es ir formándose y sobrevivir en comunidad. Atravesar la niñez y convertirse en adulto significa alcanzar derechos, libertad y responsabilidad: asumir el destino, forjar la propia vida, responsabilizarse de los éxitos y los fracasos, llegar a ser bombero o bailarina, potentado, obrero o empleado público. Sentimental o receloso, a veces gracioso o antipático. Bien mirado, la vida es un proceso individual en construcción, que se desarrolla dentro de ciertos márgenes, y que sigue un orden.
Los autores clásicos, y entre ellos Galeno de Pérgamo, hablaban de las edades de la vida, y reconocían que tras la edad adulta sucede la senectud. ¡Cuánta literatura ha generado la senectud! Y a lo largo de la vida también sucede la enfermedad y el accidente. Es la cara menos amable, decía Susan Sontag. Y todo transcurre con un cierto orden y algún sobresalto, hasta que llegamos a un punto en que el devenir no es un proceso en construcción sino un proceso de declive y destrucción. Es sencillo de entender: la vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda, y, como escribió Hölderlin, la vida es en esencia la enfermedad mortal. Si el proceso vital es un asunto personal, una responsabilidad ineludible que nos lleva al éxito o al fracaso, al trono o a la prisión, al infierno o al paraíso, ¿por qué no es la muerte un asunto personal? ¿O sí lo es? ¿A quién pertenece la vida?
Algunos se instalan en lo sagrado y hacen de la génesis y la destrucción un asunto divino. Allá ellos. El precepto “no matarás” es posiblemente la norma más universal, pero ya nos encargamos en todos los momentos de la historia de buscar excepcionalidades (la guerra, la pena de muerte, el pecado…). No deja de ser anacrónico hacer hoy en día de la vida un asunto divino, máxime si tenemos en cuenta la omnipotencia de la tecnología y sus secuaces para crear vida, para comprar y vender vida y para destruirla. Dios ha venido a ser un oxímoron de la tecnología.
Otros ponen la responsabilidad en la sociedad y sus normas y regulaciones. Se trata de construir un refugio de amparo entre dios, la tecnología, la moral y el ciudadano perplejo. En definitiva, las democracias actuales se enfrentan a poblaciones envejecidas, enfermas, con sistemas sanitarios altamente tecnificados, capaces de prolongar indefinidamente la vida incluso por debajo del umbral de la consciencia y de la dignidad de la condición humana. Hoy en día la senectud tiene un importante peso demográfico, económico, asistencial, médico y ético. Una dimensión que no disminuirá, sino que aumentará en el futuro y generará dilemas espantosos.
¿A quién pertenece mi vida? ¿A dios? ¿Al estado? ¿a los expertos sanitarios y su capacidad de manipularla? ¿a mi familia? ¿a la tecnología y sus trasplantes, a los biochips, biofármacos, a las técnicas regenerativas…?
El pasado viernes se presentaron ante el Congreso de los Diputados tres iniciativas ciudadanas con un millón de firmas recogidas a través de la plataforma Change.org para que se debata una ley de muerte digna y se regule la eutanasia en nuestro país. Es una cuestión ineludible y de madurez política. Si me educaron para ser responsable de mi vida, déjenme serlo también de mi muerte, hasta sus últimas consecuencias. No sean ustedes cínicos manipuladores e hipócritas.