Desde el aislamiento tratamos de comprender el significado y el alcance de esta pandemia. No solo por su dimensión global o la rapidez del contagio, sino también porque las instituciones más sólidas y los valores que nunca habíamos cuestionado se han tambaleado, han caído rendidos en pocos días ante el poder exterminador del virus. Nuestra realidad y nuestra vida anterior se ha contagiado y ahora está enferma.
Un universo que creíamos arcaico - el de las epidemias devastadoras del pasado-, se ha introducido repentinamente en nuestro poderoso mundo tan higiénico, esterilizado y tecnológico y lo ha infectado todo. Ni siquiera los tiempos de guerra o de grandes catástrofes como las riadas han sido tan devastadores. Durante la guerra los cafés, los cines, las bibliotecas, los teatros, los conciertos, las reuniones de amigos, y las charlas familiares se abren hueco, mal que bien, entre las bombas, el hambre, el refugio, el enemigo o la muerte. Hoy, las cosmopolitas ciudades de nuestra amada Europa se han transformado en desiertos fantasmales. La vida humana se oculta: para sobrevivir, hay que vivir en la clandestinidad. Espanta recordar lo que escribió el médico de Albert Camus abrumado por la repentina peste: “los cambios, han sido tan extraordinarios y se han producido tan rápido que no es fácil pensar que son normales y duraderos. ”
De repente, la vida se suspende y lo más profundo de nuestra civilización entra en prisión, desde la libertad de movimiento hasta las caricias. Han desaparecido de nuestro universo personal los trenes y las estaciones, los estadios y los parques, los centros docentes y las bibliotecas, los paseos junto al mar. Los poderosos, los emblemas intocables, los ídolos, los artistas, los aristócratas, los príncipes, los primeros ministros, sucumben ante el virus como dioses con pies de barro. Incluso la libertad, el valor supremo de la modernidad, ha sido puesta en cuarentena como en las epidemias de peste medievales, en los asilos psiquiátricos o los lazaretos. Vivimos días de manicomio. Ahora el tirano que teje su red de dominación no es el dictador o el tirano: es el miedo el que nos pone la camisa de fuerza. Nuestro mundo se ha vuelto frío, distante, inhumano, obsesivo-compulsivo, inquietante, desconfiado, inseguro. La gente ya no se mira; la gente sospecha de la gente. Los gestos que ayer eran reconfortantes y expresaban afecto y solidaridad, como dar la mano, besar, abrazar o sonreir, hoy generan rechazo y desconfianza.
Como por arte de magia, el estado de alarma nos ha transformado, trasladándonos a una realidad inesperada. Hemos tenido que inventar nuevas ideas para dar sentido a esta nueva realidad. Ahora lo esencial es protegerse, y así aparecen expertos en geles alcohólicos y lavado de manos, y en todo tipo de protecciones, filtros y mascarillas. También hemos aprendido a diferenciar entre “fase de contención” y “fase de mitigación” y esperamos el pico de la curva y buscamos al enfermo 0. Aceptamos con normalidad al gran hermano, el panóptico que nos rastrea el móvil para vigilar si infectamos. En pocos días hemos aprendido e interiorizado nuevas normas de sumisión y rituales de distanciamiento social. En pocos días, hemos construido una nueva realidad y nos hemos sumergido en ella, con nuevos objetos, nuevos conceptos, nuevas prácticas y nuevos valores. De las pesadillas se despierta.
Las políticas neolioberales, tras la coartada de la austeridad, abonaron el terreno para la crisis, ya desde los años 1980. Entonces sembraron el virus para transformar al ciudadano enfermo con derecho a la salud en consumidor de productos sanitarios. De ese modo la salud se volvió asunto de consumo, mercancía y negocio. Un par de déacadas más tarde, la larga crisis iniciada en 2008 deterioró todavía más los sistemas públicos de salud y protección social, recortando infraestructuras, dotaciones, mantenimiento de instalaciones, plantillas. Externalizar para privatizar ha sido la consigna neoliberal en detrimento del Estado y los servicios públicos.
Hace ya medio siglo Michel Foucault analizó con mirada crítica la dominación del cuerpo a través de lo que llamó biopoder. Ese biopoder y sus biopolíticas pusieron a la salud en el centro de la gobernanza. El contrato implícito entre los estados modernos y sus ciudadanos se basa en el compromiso de los primeros en garantizar la salud y la protección a los segundos. Pero el neoliberalismo ha roto el compromiso social del Estado con la ciudadanía. El resultado ha sido la pérdida de recursos de la sanidad pública y el deterioro de la salud pública. Solo la intervención del Estado y de organismos técnicos supranacionales cualificados como la OMS pueden gestionar una crisis de la magnitud de la actual. Mientras tanto, se sigue concibiendo la defensa de la nación en términos bélicos y militares. Un anacronismo inaceptable. En 2020 las políticas de defensa no deberían estar en la industria militar, sino en la protección de la salud y las catástrofes. No sé si eso sería suficiente para la protección social y el bienestar, pero sí sé que no hay sucedáneo que valga, ni las donaciones de magnates para fabricar vacunas, ni las cuestaciones recaudatorias de los famosos, ni las donaciones de ventiladores, ni la voluntariosa acción humanitaria de las ONG.