Ya es oficial. Mariano Rajoy Brey, máximo dirigente de la organización imputada por la trama de corrupción “Gürtel”, es ya el peor político de la historia de la joven democracia española. Su gestión de la crisis catalana puede calificarse, sin temor a caer en la exageración ni el partidismo, como una catástrofe histórica, política y económica sin precedentes para su amada España. Quienes valoran la talla política en clave de supervivencia personal no estarán de acuerdo conmigo, claro. Pero yo jamás he hablado de la calidad de un político en esos términos como sí lo hacían todos aquellos que amaron con pasión a Rafa Blasco mientras otras, casi en solitario, lucharon por llevarlo a la cárcel. El buen político para una nación es aquel cuya gestión arroja un indudable balance positivo en términos de aumento de derechos, bienestar colectivo y paz social. Los demás, los que logran sobrevivir a toda costa, sumar legislaturas con la misma avaricia con la que acumulan cargos y honores, esos solo son vividores y tahúres que hoy son políticos como en el pasado podrían haber sido sacamuelas o vendedores de crecepelo.
Armados con una (la bandera) de las dos armas más mortíferas que ha fabricado el hombre (la otra es la religión) una de las generaciones de políticos más mediocres, iletrados y vagos que han conocido los españoles en décadas, hoy han alcanzado un objetivo que por indeseable muchos no quisimos considerar posible. Hoy, aunque lo digan los periódicos, no se ha proclamado ninguna república, ni se ha intevenido ni suspendido ninguna autonomía. Ojalá estuvieramos hablando de eso. A lomos de una sarta de mentiras, manipulando la misma ley que dicen proteger y atropellando la misma democracia que afirman defender, esta tarde estos profesionales del caos y la irresponsabilidad han convocado a todos los catalanes y a todos los españoles a un conflicto que no ha hecho más que empezar y que amenaza seriamente con empeorar.
Estos días he visto a policías tomar impulso para dar patadas a hombres y mujeres desarmados sentados en una escalera. He leído los peores insultos y amenazas en las redes sociales hacia aquellos que no piensan como se supone que deberían. Los mismos que ayer decían ser mis amigos me reprochan hoy, a menudo con improperios y juicios de valor que se contradicen con sus afirmaciones pretéritas, mi traicionera equidistancia. He visto contar votos a los pies de los altares, mientras otros hombres de Dios, siempre hombres y siempre de Dios, arengaban a otros guardias y policías a unos cientos de kilómetros de distancia llamándoles a defender la unidad de la patria con todas sus armas. He visto a los unos sacar a sus canes de presa de las perreras de las gradas de los estadios en los que los tenían engordando, para que ahora muerdan a sus anchas por las calles de Valencia. Y sí, desde mi equidistancia me preocupa ver su reflejo, casi simétrico, en otros cachorros tan fanáticos como ellos, con el mismo brazo alzado en diagonal, con la misma mano extendida, cantando himnos de otras patrias, con los dedos un poco más separados entre sí pero con la misma cara de odio hacia el otro.
Mañana desepertaremos en un país nuevo. Sin duda mucho peor que el que tuvimos ayer. Cuanto más pesan la fe y la bandera en el debate político menos espacio le queda a la educación, la sanidad o los derechos sociales. Cuanta más viscera se acumula sobre la mesa menos razón, menos ciencia, menos empatía. Con cada nueva frontera que se levanta, con cada nuevo corralito de recursos naturales, energéticos y tecnológicos que se cierra, más se agigantan las diferencias entre aquellos a los que les sobra todo y aquellos a los que todo falta.
Pero de todas las imágenes que he visto hoy, la que más me ha entristecido ha sido la de tantos de mis jóvenes compatriotas desperdiciando en esta burda farsa toda esa potentísima energía transformadora que atesora cada generación pero que solo puede ser liberada una sola vez en cada década. Les oigo hablar convencidos y entusiasmados de que nada arriesgan en esta aventura porque nacieron con derechos y libertades que creen tan irreversibles y tan irrevocables que aún disfrutando de ellos con plenitud se atreven a afirmar sin rubor que viven en una dictadura. Ellos serán los que paguen el pato de esta monumental catástrofe institucional dentro de no muchos años. Un día descubrirán que les timaron, que fueron convocados a una gran estafa urdida por una panda de corruptos sin escrúpulos, que no servían a más bandera que la de su propia impunidad ni a más Dios que el dinero que robaron. Me temo que cuando todo esto pase solo les quedará en la saliva el regusto amargo de la decepción y una limitada capacidad para indignarse el día en que vean pasar por la Rambla, cogidos de la mano, a otro Rajoy y a otro Puigdemont camino de su restaurante preferido. Y créeme mi joven amiga si te digo que lo harán sentados en el mismo coche oficial al que con tanta ilusión vitoreaste aquel día de octubre en el Parc de la Ciutadella.