Mientras los dos gobiernos más corruptos de esta parte de Europa envuelven sus enormes órganos democráticos con sus enormes banderas, sus voceros rellenan con sus mentiras los dos cubos de basura ante los que todo patriota está obligado a elegir primero para después beber: la una, la grande y la libre o la “lliure i sobirana”. Sacan los unos, como antaño, a la benemérita a pasear los montes por parejas y los otros, los que ayer acusaban a los Mossos de ser el brazo armado y torturador que reprimió al 15M a las órdenes del capitalismo global, hoy les jalean para que sean los héroes de la revolución que liberará a Cataluña del yugo del Fondo Monetario Internacional.
Los niños vuelven a entonar en las escuelas canciones que hablan de patrias, trapos y otras sangrientas grandezas que la historia de los borrachos ha dejado escrita. En las iglesias de la meseta profunda y en las parroquias de mi tierra catalana, otra vez después de tanto tiempo, de nuevo se organizan vigilias y se entonan plegarias para presionar a Dios para que elija, de entre los dos nacional-catolicismos existentes, aquel que el devoto feligrés entiende que más le conviene. Oigo a los hijos de los que se enriquecieron forjando el hierro de las rejas con las que Franco construyó sus celdas llamar franquistas a muchos y muchas de las que las habitaron. Pero sobre todo, lo que me resulta extraordinariamente molesto es oir hablar de la ley, del orden y del estado de derecho a los máximos responsables de una organización tildada de criminal por los mismos jueces y policías sobre los que ahora han situado el peso de la responsabilidad de solucionar aquello de lo que solo su criminal incapacidad es responsable.
Vuelve la peor parte de la rueda de esta historia que la raza humana lleva escribiendo miles de años. En nombre de los dioses a los que nadie jamás ha visto se riegan con la sangre de los desarmados, mercados, desiertos, ramblas y bulevares. Vuelven las banderas y las naciones que otros reyes más crueles y bastardos que los que nos ha impuesto nuestro presente se repartieron en el pasado idealizado en el que suele vivir tanto fanático. No hay lugar para la duda. A los que renunciamos a participar en este falso debate, en esta orgía de mentiras enteras en las que ni siquiera han encontrado acomodo las medias verdades, se nos tacha de cobardes, colaboracionistas o nacionalistas del otro bando. Así que, depués de mucho pensarlo, al fin he decidido colgar del balcón de mi solitaria casa una enorme bandera blanca con el lema que habrá de coronar el escudo de mi nueva patria: “No estamos en casa”