Esto es el cuento de nunca acabar. Los desastres duran siempre. Empiezan un día aciago y ese día se va multiplicando en más días aciagos: y así sucesivamente, hasta el infinito. El 3 de julio de 2006 los vagones del Metro se estrellaron en Valencia y dejaron entre el humo y la chatarra la friolera de 43 muertos y 47 heridos. Hace de eso casi once años y estamos casi como al principio.
El dolor sigue ahí, como siempre, donde siempre. En las casas de las víctimas. En los rostros graves de sus familiares. En el recuerdo del horror aquel 3 de julio y en el apoteósico silencio de Canal 9 y Ràdio Nou, un silencio que fue sustituido por la fanfarria de la visita del Papa y el negocio ilegal que se montaron con esa visita los jerifaltes del PP y los dirigentes del ente público RTVV.
Silenciar tanta tragedia en Canal 9 y Ràdio 9 era la consigna de esa tropa de desalmados. Y la siguieron a rajatabla. Sus nombres principales corren por las redes sociales, por las imágenes de YouTube, por el recuento que en el gremio periodístico hacemos de los colegas que esos días y durante años llenaron sus informativos de mentiras. Sus nombres están ahí, en esas redes, en esas imágenes: pero ellos se pasean impunemente por todas partes, como si su despreciable mentira periodística fuera motivo de orgullo y no de vergüenza. Siguen escribiendo en algunos diarios, cuando cerró RTVV se recolocaron algunos en los gabinetes de prensa de la administración gobernada por el PP y tal vez aún sigan ahí, fanáticos espías de los suyos ahora que no gobiernan, tal vez disfrazados de progres para que los gobiernos de izquierdas los mantengan en sus puestos. Aquellos periodistas de pacotilla que aún hoy nos siguen dando lecciones de ética en algunos diarios, como si nuestra memoria fuera una grumosa pasta de serrín a la que le han borrado los recuerdos.
Aquellos periodistas de pacotilla: sabemos dónde están, en qué medios se cobijan, quién les paga por ejercer un oficio al que llenaron de mierda aquellos días llenos de muertos, de heridos, de hierros retorcidos, de daño incalculable.
Mientras esos periodistas callaban, los políticos del PP intentaron el chantaje. En su despreciable iniquidad pensaron Juan Cotino y sus secuaces que las víctimas supervivientes y sus familiares aceptarían su repugnante ofrecimiento: silencio a cambio de dinero y de trabajo. ¿El chantaje no es delito? Pues parece que no.
Para esta justicia, tan rara y tan del PP que padecemos, los delincuentes siempre son los otros, nunca los suyos.
Desde el primer día, un grupo de esos familiares y de víctimas supervivientes se pusieron detrás de una pancarta que anunciaba claramente su ánimo de no olvidar lo que pasó aquel mediodía de verano en los túneles de la estación de Jesús. El PP quiso borrar también el nombre de la estación y la convirtió en Joaquín Sorolla. Cuantas más huellas se borrasen de aquel día, mejor para ellos, para su bochornosa insolidaridad, para su mafiosa manera de negociar con la muerte, para su altanería política que siempre negó la más mínima palabra de aliento a las víctimas y a sus familias.
Han pasado casi once años desde entonces. La cita cada día 3 de todos los meses nunca se canceló aunque algunos de esos días hubiera más gente detrás de la pancarta que delante, aunque lloviera sin reposo algunas tardes, aunque el despacho presidencial de Francisco Camps se mantuviera cerrado a cal y canto cuando la Asociación de Víctimas le gritaba, desde las puertas de la Catedral, que por qué no daba la cara en vez de parapetarse con los suyos en ese silencio infame de quien, durante tantos años, sólo habló con Dios en sus misas diarias y con El Bigotes para urdir los chanchullos de la Gürtel.
Ahora la misma jueza de siempre ha dado carpetazo al asunto. Siempre dijo lo mismo, esa jueza llamada Nieves Molina. Nunca ha movido ni una coma en sus resoluciones judiciales. Según esas resoluciones, sólo hay una causa del accidente: la velocidad excesiva. Y un único culpable: el maquinista. Y sanseacabó. Todo lo demás, la inseguridad de las infraestructuras, los accidentes que se habían producido antes del que tuvo lugar aquel fatídico 3 de julio de 2006, las declaraciones trucadas de los testigos, el juego siniestro que se traían entre manos los responsables de FGV, algunos de sus técnicos y los políticos del PP que sólo pensaban en enterrar definitivamente en el olvido el horror de aquel día que para todos menos para ellos será tristemente inolvidable.
Otro jarro de agua fría para la memoria de una gente que, durante tantos años, mantuvo escrito en una pancarta aquel letrero tan terrible: 43 muertos, 47 heridos, 0 responsables. Pero a pesar de este último golpe, la Asociación de Víctimas no se va a quedar quieta. Recurrirá la decisión de una jueza que, visto lo visto todos estos años, ya es como los palmeros de Peret cuando toca cantar sus conclusiones. Ésta de ahora es una más de esa larga lista de bofetadas a la esperanza de quienes nunca se han cansado de exigir justicia y reparación para la memoria de las víctimas.
Esto es el cuento de nunca acabar, ya lo dije al principio de estas líneas. El de las bofetadas a destajo por parte del PP y de la Justicia. Pero aquí vamos a seguir mucha gente al lado del dolor, del recuerdo insobornable, del reconocimiento y la gratitud que ese dolor y ese recuerdo se merecen.