Ken Loach y la melancolía rebelde
Ken Loach ha conseguido hacer de la combinación entre el melodrama y el materialismo histórico un arte. Por eso, sus películas son un puñetazo en la conciencia. Y en algunas ocasiones en la boca del estómago, que duele más. Eso es lo que consigue con su último filme, Sorry We Missed You. Cuando las luces de la sala se encienden tras haber sido testigos de la historia de este obrero, reconvertido en repartidor de paquetes, de su esposa, cuidadora de enfermos y ancianos, y de sus adolescentes y desorientados hijos, es difícil que la mudez no se apodere del espectador. Posiblemente estemos ante la película más dura del veterano cineasta trotskista. Si hasta ahora Loach nos dejaba un resquicio para esa bocanada de aire esperanzadora frente a la asfixiante realidad del nuevo capitalismo salvaje que nos tiene rodeados, aquí parece haber desaparecido la más mínima salida. El sistema habría logrado la cuadratura del círculo, el sueño perfecto del capitalismo: que sea el propio explotado quien se autoesclavice gracias a las presuntas economías colaborativas. Y que todas las redes de solidaridad salten por los aires por una competencia despiadada entre desdichados “emprendedores”, o bien porque el vecino deja de ser tu igual para transformarse en ese cliente al que no le importan tus miserias sino la efectividad de tu servicio de entrega. Es el individualismo extremo que nos deja a la intemperie, sin el cobijo siquiera de una familia que se desmorona entre el agotamiento y el desconcierto de sus miembros. Y la mudez se apodera de nosotros porque de una forma u otra acabamos sintiéndonos como ese repartidor, desesperado y apaleado, que conduce su furgoneta a ninguna parte que no sea su propia desgracia, condenado a estrellarse contra el muro que espera al final del callejón sin salida donde nos han encerrado.
Todo ello hace de Sorry We Missed You una película demoledora. Más atroz aún entre nosotros después de que el azar haya hecho coincidir su estreno con la sentencia del Tribunal Constitucional que amenaza con dinamitar definitivamente los derechos laborales de este país. Con su decisión de avalar el despido, incluso por ausencias del trabajo justificadas por enfermedad, el máximo tribunal certifica la agonía de la clase obrera. Una agonía que, a partir de este implacable 155 a los derechos sociales, no eximirá a sus cada vez más precarizados miembros de tener que trabajar hasta el último aliento.
Pero, en cualquier caso, el desconsuelo que envuelve su última película no lleva a Ken Loach a replegarse en la resignación. Al contrario, a sus 83 años, el último representante del Free Cinema más militante mantiene intacta la llama de su rebeldía. Y lo hace reivindicando el último asidero al que aferrarse en estos tiempos de derrota: la melancolía. Así queda reflejado en la que posiblemente sea la única escena esperanzadora de la película, esa en la que Abby, la esposa del desdichado repartidor, mira las fotos que le muestra una anciana con problemas de movilidad e incontinencia a la que cuida. Imágenes de un pasado perdido entre las que la mujer guarda, como su mayor tesoro, aquellas que reflejan la unión y solidaridad de clase en las ya lejanas luchas mineras de los años 80. Solo en ese fugaz y tierno momento, Abby, a quien la vida le está quitando todo, siente que alguien le está dando algo.
Melancolía como alimento de rebeldía. La misma propuesta que recientemente el historiador italiano Enzo Traverso nos planteaba en su imprescindible libro Melancolía de izquierda, como elemento inspirador de un nuevo proyecto colectivo de resistencia y transformación. Del mismo modo, tampoco resulta extraño que la melancolía fuera el desencadenante en una película como El Olivo, de Izíar Bollaín, dejando entrever así la huella de su guionista, Paul Laverty, colaborador habitual de Loach y responsable, precisamente, del guion de Sorry We Missed You.
El azar, de nuevo, ha querido que el estreno de la película no solo haya coincidido con esa sentencia del Tribunal Constitucional sino también con el arranque de la repetida campaña electoral. Otro motivo más para no dejar de ir a verla, siempre que a uno no le importe recibir un puñetazo en el estómago durante su proyección o quedarse mudo al encenderse las luces de la sala. Con toda seguridad, su visionado resultará mucho más útil para decidir el voto que leer todos los programas electorales.
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