Las lentes cuando son manipulados por las delicadas manos de un óptico tienen la asombrosa capacidad de devolver la vista a nuestros ojos miopes. Sin embargo, también son capaces de transportarnos al engaño cuando son manejados por dedos embaucadores. La historia del cine posiblemente no habría existido si antes de los hermanos Lumière lograran el movimiento, más de un farsante no hubiera tratado de confundir inocentes miradas aprovechando las propiedades de la linterna mágica para crear la más aterradoras fantasmagorías.
Al parecer, fue el alemán Johann Schröpfer quien allá por 1760 inició este tipo de espectáculos. Pero el que consiguió hacer de este fraude un arte fue el belga Étienne Gaspard Robert, más conocido como Robertson, cuyas sesiones ganaron merecida fama durante el siglo XVIII. Con un juego de lentes, luces, sombras y algunos pocos efectos más, Robertson era capaz de hacer aparecer desde esqueletos a almas en pena con tanto verismo que no fueron pocos los que acabaron desmayándose durante sus actuaciones.
Su trabajo sería aprovechado por feriantes, circenses y médiums, para ser mejorado técnicamente con el cinematógrafo gracias a la maestría del George Meliés, que sería capaz de llevarnos hasta la cara oculta de la luna. Con él aprendió el oficio el aragonés Segundo Chomón, responsable con sus trucajes de la introducción del género fantástico en el cine español. Y su estela continúa bien presente entre nosotros a la vista de la actualidad que las fantasmagorías están encontrando en los últimos meses. Porque desde que el régimen surgido del último entierro en el Valle de los Caídos comenzó su caída libre empujado por la debacle social que padecemos, parece que los grandes pensadores orgánicos, políticos o mediáticos, han encontrado en estos juegos de lentes un último intento para impactar nuestros ojos.
Fantasmagorías edulcoradas como esas que pretenden confirmar el final de la impunidad con la sobrecogedora visión de Isabel Pantoja o Carlos Fabra entrando en el talego, mientras el fraude fiscal sigue desbocado o el PP no demuele las reformas de su sede financiadas con la caja B. O la sensibilidad justiciera de un Cristóbal Montoro dispuesto a defender la conveniencia de tirar de las orejas a los ricos que se empadronen en Andorra con la misma vehemencia con que utilizó tildó de demagogia fiscal los impuestos a las grandes fortunas. O los cambios constitucionales anunciados por Pedro Sánchez para que todo cambie sin que nada cuestione el reformado artículo 135.
Aunque sin duda los experimentos visuales en los que más esperanza tienen son aquellos que persiguen las fantasmagorías aterradoras. Esas proyecciones donde se nos anuncia la pretendida dictadura bolivariana escondida detrás de las jacobinas gafas de Juan Carlos Monedero o las supuestas veleidades etarras amenazantes bajo la coleta de Pablo Iglesias. El problema para ellos, los biempensantes constitucionalistas, es que ni Juan Luis Cebrián ni Sergio Martín tienen la capacidad inventiva de Robertson, Meliès ni Chamón. Y lo que todavía es peor, cuando la propia realidad nos presenta fantasmagorías mucho más pavorosas como el último informe de la OCDE en el que se destaca que el gobierno que lidera Mariano Rajoy gasta más en beneficiar a los más ricos que en ayudar a los más pobres, o que en la España de la anunciada recuperación el gasto social es inferior al griego.
Ante esta perspectiva cada día toma más fuerza la opinión de quienes son partidarios de sustituir la linterna mágica por la inquisitiva lente de la lupa. El artilugio que popularizó Sherlock Holmes en su búsqueda de la verdad oculta se transforma así en el arma definitiva para derrotar a las nuevas fuerzas del mal. Paradójicamente, quienes hace solo unos meses se rasgaban las vestiduras ante el grito del no nos representan o todos son iguales, hoy parecen albergar su última esperanza en lograr convencernos que todos son iguales porque la candidata de IU por Madrid Tania Sánchez no se salió de la votación que adjudicó un servicio a una empresa de su hermano cuya legitimidad nadie cuestiona, o en que no podemos ser representados por un Iñigo Errejón que entregó un trabajo de investigación con faltas de ortografía.
Claro que la nimiedad de estas averiguaciones comparado con el eco mediático que se les otorga nos hace sospechar que en realidad el uso que se le quiere dar a la lupa no es el de agrandar las huellas más pequeñas pero relevantes de un incierto crimen. No, en realidad, lo que persiguen con la lupa estos investigadores de pacotilla es concentrar en un solo punto todo el calor contenido en un rayo de sol, como hacían los escolares que jugaban con la capacidad de la lente para quemar un papel o tal vez, los más perversos, algún minúsculo insecto. Y, por desgracia, no nos faltan motivos para la sospecha. Al fin y al cabo, llevan demasiado tiempo tratándonos como a insectos y quemando nuestra más pequeña esperanza.