Que la educación en España no es equitativa es un hecho. Según la segunda edición del Estudio “Vía Universitaria” (2017-2019) de la Xarxa Vives d’Universitats, los hijos universitarios de progenitores con un nivel formativo bajo solo representa un 22% del total del alumnado. Algo que trae causa, sin duda, en la desigualdad existente en la educación básica, donde la segregación escolar está teniendo consecuencias nefastas para la cohesión social y cultural de nuestra sociedad.
Los datos a día de hoy, y tras la alternancia de distintas leyes educativas, evidencian que, en los últimos diez años, el índice de segregación escolar en España ha aumentado un 13’4%, comprometiéndose gravemente la función de igualación de oportunidades propia de la educación. Como señala el Informe ‘Mézclate conmigo’ de Save The Children, el índice de segregación escolar en España alcanza el 0,31, lo que nos sitúa en el sexto lugar de los países más segregados de la Unión Europea, siendo en la Comunidad Valenciana de un 0,22. Además, nueve de cada diez centros que concentran al alumnado de perfil socioeconómico bajo y de alumnado extranjero son públicos.
Los datos evidencian la concentración en la escuela concertada de alumnado cuyas familias tienen unos niveles económicos y culturales más elevados, y en la pública de escolares procedentes de familias socialmente desfavorecidas, alumnado inmigrante o con necesidades educativas especiales. Esto conduce a la existencia de centros de alta complejidad que, cuando no son objeto de atención decidida por parte de la administración, se convierten ‘centros gueto’, una denominación que refleja el claro estigma social que soportan.
Esta situación se explica por la conjunción de diferentes factores:
Podría hablarse, en primer lugar, de la llamada segregación residencial, pues es un hecho que los centros privados y concertados suelen localizarse en barrios o zonas geográficas con elevados niveles de renta, pero este factor no es el único.
Un alto nivel de incidencia en esta realidad lo tienen los mecanismos de selección económica que adoptan los centros concertados. Pues, a pesar de su supuesta gratuidad, las familias realizan pagos bastante generalizados por diversos conceptos, como uniformes o actividades extraescolares, o pagan precios más altos en los servicios básicos como el comedor.
Se han detectado, asimismo, prácticas irregulares por parte de las familias en el acceso a los centros concertados, por ejemplo, en la obtención de los puntos correspondientes a la renta.
Pero el factor que aquí nos interesa destacar especialmente es el relativo a la interpretación expansiva del derecho a la libre de elección de centro que ha venido realizándose en la legislación y en la política educativa de este país. Pues, diferentes estudios realizados demuestran que los modelos de “distrito único” y el incremento de la libertad de elección y la “deszonificación” han supuesto un incremento en los niveles de segregación académica, socioeconómica y étnica entre los centros.
La Constitución española de 1978 reconoce el derecho a la educación en su artículo 27. En el contenido de este extenso artículo se trató de dar consenso a las dos sensibilidades existentes en la sociedad del momento en materia educativa que, en cierta manera, siguen existiendo a día de hoy: la de los partidarios de que la educación siguiese en manos de quien tradicionalmente había estado, la Iglesia católica y, por tanto, defensores de la escuela privada; y, la de los partidarios de la construcción de una escuela pública de calidad como el mejor instrumento para luchar contra las desigualdades sociales.
Podríamos decir que estas dos visiones se plasmaron en el artículo 27 CE a través del reconocimiento y la integración dialéctica entre el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, y los demás derechos o facultades asociados a ambos.
El derecho a la educación, entendido como derecho de prestación, quedaba garantizado, por tanto, a través: del carácter obligatorio y gratuito de la enseñanza básica -artículo 27.4 CE-; el deber del Estado de garantizar dicha obligatoriedad y gratuidad a través de la programación general de la enseñanza y la creación de centros docentes -artículo 27.5 CE-; y, el deber de inspección y homologación general del sistema educativo en su conjunto -artículo 27.8 CE-.
La libertad de enseñanza, por su lado, es la plasmación del pluralismo ideológico y social en el ámbito educativo que tiene su base en las libertades ideológica y religiosa del artículo 16 CE. Y comprende: el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que resulte acorde con sus convicciones -artículo 27.3 CE-; y el derecho de las personas físicas o jurídicas privadas a crear instituciones educativas -artículo 27.6 CE-, pudiendo dotar a éstas de un ideario propio.
La integración dialéctica entre el derecho a la educación y la libertad de enseñanza quedó plasmada por el legislador democrático, desde el primer momento, en el modelo de conciertos educativos con la escuela privada. Sin embargo, es importante aclarar algunos equívocos interesados existentes en relación con los conciertos y la libre elección de centro.
En primer lugar, hay que señalar que el reconocimiento del derecho de creación de centros docentes por personas físicas o jurídicas privadas no exige su financiación por parte de los poderes públicos, no estando obligados a realizar conciertos educativos. La concertación de la escuela privada no es un derecho constitucional, es una concesión que la legislación puede o no reconocer.
Pues, si bien es cierto que el artículo 27. 9º CE establece el mandato constitucional de ayuda a los centros docentes al disponer que “los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca”, tal como señaló el Tribunal Constitucional en su temprana jurisprudencia, este mandato no impone el deber automático de ayudar “ni a todos los centros, ni totalmente, sino que queda supeditado a los recursos disponibles y a la obligación de someter el sistema de financiación a unas condiciones objetivas”. En palabras del Tribunal: “el derecho a la educación no comprende el derecho a la gratuidad educativa en cualesquiera centros privados, por lo que los recursos públicos no han de acudir, incondicionalmente, donde vayan las preferencias individuales”.
Por ello, cuando el legislador decide concertar con colegios privados debe existir la certeza de que éstos llevan a cabo la prestación del servicio público educativo en condiciones de gratuidad, igualdad y calidad. Porque, como ha señalado el Tribunal Constitucional: “la acción prestacional de los poderes públicos ha de encaminarse a la procuración de los objetivos de igualdad y efectividad en el disfrute de los derechos que ha consagrado la Constitución”.
En garantía de lo cual, los centros concertados deben estar sujetos a controles básicos por parte de la Administración educativa, especialmente relativos a la calidad y a la escolarización equitativa del alumnado. Y ello porque el modelo educativo diseñado por la Constitución es un modelo de equilibrio entre el derecho de creación de centros docentes y el mandato a los poderes públicos de ofrecer una educación de calidad a todos los ciudadanos.
Si este es el marco constitucional, ¿qué ha venido sucediendo, sin embargo, para llegar a la situación actual?
Básicamente que las leyes y políticas educativas impulsadas por los gobiernos del Partido Popular, especialmente a través de la LOMCE, no han sido respetuosas con dicho planteamiento al introducir el criterio de la llamada “demanda social” con la clara intención de priorizar la escuela privada sobre la pública. Según este criterio, los poderes públicos pueden ampliar el número de conciertos cuando las preferencias de los padres así lo justifican -artículo 109 de la Ley-.
Apoyándose en una interpretación expansiva e interesada del derecho a la libre elección de centro de las familias, los partidos y asociaciones afines a un sistema liberal de organización social, han favorecido la concertación y las prácticas selectivas del alumnado por parte de los centros privados-concertados, con la consecuente segregación escolar de los niños de familias desfavorecidas económicamente o con especiales necesidades educativas.
Desmontar el argumento de la libre elección es fácil si se es riguroso y respetuoso con el modelo educativo diseñado por nuestra Constitución, pues es importante aclarar que de la libertad de enseñanza no deriva un derecho constitucional a la libre elección de centro. Si se atiende a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, lo único que cabe deducir es que existe un derecho de los padres -sólo cuando el menor carezca de madurez suficiente- a mostrar su preferencia por un determinado centro y a que las administraciones educativas tengan en cuenta la opción realizada, pero nada más, pues, la plaza finalmente atribuida puede no corresponderse siquiera con las preferencias manifestadas y ello no implica un “destino forzoso” que vulnere derecho alguno.
El derecho a la libre elección de centro no es un derecho de prestación, sino una facultad asociada al derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral más acorde a sus convicciones, esto es, un derecho de libertad. En consecuencia, estamos en presencia de un mero principio configurador sin posibilidad de exigencia por los sujetos ni fiscalización jurídica posible.
En la medida en que las preferencias paternas han de ser equilibradas con la obligación de los poderes públicos de garantizar la igualdad de oportunidades y la equidad en el sistema educativo, hacer interpretaciones expansivas de los derechos educativos paternos resulta constitucionalmente inadmisible. Y ello por dos motivos:
El deterioro de la calidad democrática en la escuela pública puede poner en peligro el derecho de los menores que se escolarizan en ella a recibir una educación integral que garantice el libre desarrollo de su personalidad, del que los derechos educativos paternos siempre deben ser instrumentales;
La no equidad en el acceso y en la escolarización implica una discriminación de origen que impide la efectividad de la igualdad de oportunidades, no contribuye a las dinámicas de cohesión social y amenaza la equidad del conjunto de la sociedad.
Se hace perentoria, por tanto, la intervención pública y la planificación educativa para revertir esta realidad.
*Ana Valero Heredia, profesora de Derecho Constitucional y miembro del equipo de investigación del convenio “Mapa Escolar de la ciudad de Valencia”