La verdad es que yo también estoy de acuerdo con la homologación de conceptos, simplemente parafraseaba un título cinematográfico a modo de reclamo. Casta tiene reminiscencias arias y una evocación efectista, todo organismo social es susceptible de degenerar en ella. Y si no, ahí están las otrora vanguardias del PCUS como ejemplo de ello. Empero, cártel es la denominación que la Ciencia Política ha reservado para el fenómeno que nos atañe. Con menos componente agitprop, pero igualmente de actualidad, como puede comprobarse en las prácticas habituales de las grandes compañías eléctricas.
La cartelización de los partidos constituye un proceso experimentado por las sociedades occidentales tras la II Guerra Mundial. Nosotros, como democracia tardía, también hemos pasado por él y, de manera parangonable a la del resto de países europeos en las décadas de 1980 y 1990, mostramos síntomas –agotamiento del bipartidismo, demandas de regeneración…- de un cierto desembarazo de estas tendencias largoplacistas.
Lo que se ha dado en llamar casta se encuentra íntimamente relacionado con la propiedad o regulación estatal del sector industrial y financiero, conforme a las redes clientelares tejidas entre propietarios y empleados. Es decir: Cajas de Ahorros colonizadas, modelo sindical subsidiado, cooptaciones políticas en la Administración, incremento de consuno de la financiación de los partidos y blindaje de sus privilegios y toda la praxis al uso en una democracia corporativista o consociacional como la española, cuyos hitos fundacionales son la Transición teledirigida por las elites y los Pactos de la Moncloa.
Hasta aquí, el resumen de una coyuntura de asentamiento democrático más o menos asimilable al ambiente circundante. La problemática del cártel estriba en el aislamiento tácitamente acordado por los grandes partidos convencionales –PP, PSOE, etc.- respecto de las preferencias de los electores mediante un control privilegiado del acceso a unos recursos públicos entendidos como vía de perpetuación. La principal consecuencia de esta cartelización de la democracia reside en una limitación de la variedad de mensajes programáticos competitivos, merced a una endogámica fijación de la agenda, de manera que puede llegar a crecer exponencialmente la frustración y alienación respecto a los partidos que detentan el poder.
Y en este punto opino que nos encontramos en España. Por una parte, resulta ya ineficiente el análisis unidimensional de las preferencias políticas en función de los parsimoniosos conceptos de izquierda y derecha, por lo que, al menos, ha de contrastarse con el componente axiológico que añade la escala liberal-autoritario. La subsiguiente erosión de la base de apoyo tradicional socialdemócrata, dada su capacidad para conectar entre sí problemáticas funcionales a nivel estatal, nos remite, asimismo, no sólo a un auge del nacionalismo, sino también a una creciente adhesión a las formaciones de izquierda liberal y derecha autoritaria como alternativas.
El diagnóstico parece evidente, no tanto la irreversibilidad del caso. Según la última encuesta postelectoral del CIS, un 58,9% de los simpatizantes de Podemos –muy por encima del 39% de la media estatal para la pregunta de marras- considera normal escoger distintos partidos según el tipo de elección.