Europa en la zozobra
Una Europa balcanizada, en ruinas, en la encrucijada o insostenible son algunos de los adjetivos que se utilizan hoy en día para designar el presente y el futuro de la Unión Europea. Sin embargo, pese a que la Unión ha tenido sus detractores desde el momento de su creación, estos adjetivos parecen hoy más reales que nunca. Las preguntas, entonces, que se nos plantean son: ¿Por qué sucede esto? ¿Qué ha cambiado para que las voces que piden un cambio en la Unión Europea, o incluso su desaparición, tengan tanta relevancia? ¿Estamos enfrentándonos a la crisis existencial del mayor proceso de integración política y económica visto hasta la fecha?
Para responder a estas preguntas tenemos que retrotraernos a los hechos pasados. Ya en 2013, según lo expresado en Choque de democracias, se afirmaba que “la confianza en el proyecto europeo ha disminuido incluso a más velocidad que las tasas de crecimiento. Desde el comienzo de la crisis, la confianza en la Unión Europea ha caído 32 puntos en Francia, 49 en Alemania, 52 en Italia, 94 en España, 44 en Polonia y 36 en el Reino Unido”. Así pues, observábamos, por ejemplo, que el 56% de los alemanes no confiaban en la Unión Europea, junto al 56% en Francia y el 46% en Polonia en 2013. Hoy, en base al último barómetro de primavera de 2018 de la Comisión Europea, son el 42% de los alemanes los que no confían en la UE, el 55% de los franceses y el 41% de los polacos. Esto nos enseña que la situación se ha mantenido estable, pero no por ello deja de ser menos preocupante que, aproximadamente, la mitad de la población de los países miembros de la Unión Europea (la desconfianza media está en el 48%) no se fíe de las instituciones europeas.
Anteriormente se ha expuesto un punto de partida para observar los cambios en la Unión Europea: la crisis económica de 2008. Sin embargo, la desconfianza no se puede atribuir de manera directa a dicha crisis, sino a una serie de factores, en ocasiones anteriores y en otras relacionados con la misma, que han supuesto la redirección de las prioridades de los ciudadanos europeos y de su voto hacia opciones abiertamente anti comunitarias. Como se afirma en El cambio en los sistemas de partidos europeos: “el menor apoyo electoral que están recibiendo los partidos establecidos podría estar relacionado con el peso que recientemente están cobrando nuevos temas como la integración europea, la inmigración o la globalización, que, a su vez, podrían estar sustituyendo a los cleavages tradicionales, como el religioso y el de clase social”. Como es lógico, estos cambios en los sistemas de partidos de los Estados miembros, que “no se han dado solamente en los países deudores” (Rama Caamaño, 2017) tienen su efecto directo en la Unión Europea. Por tanto, hemos de observar cuáles han sido y están siendo las causas que ocasionan esta “crisis existencial” sobre la Unión Europea y que atacan a su futuro y a la estabilidad en Europa.
Se afirma que, actualmente, “hay una fatiga de integración política, de ampliación, económica y financiera”, en otras palabras, “una ausencia de visión a largo plazo” o “el fin de la solidaridad” (Torreblanca, 2011), junto con una pérdida de valores. A esta situación se suma la rebelión de los ciudadanos hacia un sistema comunitario que perciben como el más puro despotismo ilustrado: “por el pueblo, pero sin el pueblo”. En el plano internacional, la Unión Europea se ve aquejada de una “ausencia del mundo”, que no es otra cosa que la “incapacidad europea de hablar y actuar con una sola voz en el mundo del siglo veintiuno. A pesar de ser el primer bloque económico y comercial del mundo, el mayor donante de ayuda al desarrollo del mundo, e incluso, pese a los recortes, de seguir disponiendo de un muy considerable aparato militar y de seguridad” (Torreblanca, 2011).
Todos estos problemas que atañen a la Unión Europea se integran, a su vez, en un contexto de fracturas dentro del propio proyecto: la brecha franco-alemana, el eje norte-sur, el eje este-oeste, la brecha del brexit y la brecha regional (Poch, 2018).
Aproximándonos mejor a cada uno de estos problemas de los que la Unión Europea adolece, debemos prestar atención, en primer lugar, al ámbito económico. Así pues, las medidas de austeridad impuestas desde Bruselas han sido la hoja de ruta tras el estallido de la crisis, pero han minado el aprecio hacia las instituciones comunitarias. De hecho, tal hoja de ruta guarda relación con el auge de los partidos populistas de derechas eurófobos (los cuales son el principal problema de la Unión Europea ahora mismo). Se establece, por tanto, que “las consecuencias de la crisis económica y de las políticas neoliberales han provocado un aumento de las desigualdades y de la pobreza. Todo ello ha aumentado el distanciamiento entre las élites políticas y económicas y la mayoría de la población. Si a todo esto le sumamos una Unión Europea que no avanza en términos de integración, que casi siempre resulta lejana e insensible a los problemas sociales, tenemos el caldo de cultivo ideal para este populismo de derechas” (Bayón, 2017). Esta misma relación con el impacto económico y la ausencia de visión a largo plazo se establece en el trabajo de los investigadores Funke, Schularick, y Trebesch publicado en la European Economic Review: “las diferencias en el voto a partidos extremistas antes y después de una crisis, únicamente son significativas para el caso de la extrema derecha, mientras que la extrema izquierda no consigue levantar pasiones entre su electorado menos tradicional” (Lanchas, 2017). En base a esto, podemos ver que el rechazo a la globalización neoliberal incentiva, en el caso occidental, posiciones económicas nacionalistas y, por ende, beneficia directamente a aquellos partidos euroescépticos (Poch, 2018). Este es el caso de partidos como el PiS (Ley y Justicia) en Polonia, que ha distorsionado la democracia nacional “construyendo y promoviendo un relato político basado en la revancha de una Polonia arruinada” (Bayón, 2017).
Por otra parte, el denominado “fin de la solidaridad”, así como la “pérdida de valores” se deben a otra crisis: la crisis de los refugiados y de la inmigración. Europa ha experimentado en las dos últimas décadas un alza en la inmigración del 40% (Pérez, 2014) y, lo que es más importante, la crisis de los refugiados ha supuesto un aumento muy notable en la presión fronteriza. Se afirma incluso que “la crisis de refugiados afecta a millones de personas que huyen de la guerra y del Estado Islámico. Afecta a la soberanía nacional, a la libre circulación, a las fronteras, al proyecto de Unión” (Suanzes, 2016). Por supuesto, esta situación no ha sido desaprovechada y, al igual que la crisis económica, la crisis de los refugiados y de los inmigrantes fomentó un ya existente sentimiento de indefensión y de ineficacia al que se respondió poniendo muros y exigiendo medidas, incluso si estas iban en contra de los valores europeos. Así pues, se puede decir que: “desde el estallido de la crisis, los euroescépticos han hecho virar el debate hacia la inmigración. La Francia de Sarkozy —y la de Hollande—, el Gobierno conservador británico e incluso la Alemania de Merkel llevan meses quejándose de la presunta masa de inmigrantes europeos que les invade y que abusan de los estados de bienestar” (Pérez, 2014). Como podemos ver, el factor de la inmigración ha jugado un papel muy importante en las políticas nacionales y, al ser la principal base del discurso populista euroescéptico, supone un verdadero quebradero de cabeza para la Unión Europea. No es ningún secreto que en el brexit tuvo un papel fundamental el tema de la inmigración (Ramos, 2018), y no es el único lugar en el que la estrategia xenófoba y anti comunitaria ha dado sus frutos: en 2013 se afirmaba que en Alemania “acaba de nacer un nuevo partido contrario al euro, la Alternativa por Alemania, pero hasta ahora sus proyecciones más optimistas le dan un 2% de los votos en las elecciones generales de septiembre” (Leonard y Torreblanca, 2013). Ese mismo partido, en las elecciones federales de 2017, obtuvo un 12,6% de los votos, situándose como la tercera fuerza de un país que es uno de los ejes principales de la UE.
El papel de la Unión Europea en la crisis anteriormente mencionada, cabe añadir, ha sido criticable, cuanto menos, en lo moral. En su discurso sobre el Estado de la Unión de 2018, el presidente Juncker hacía de gala de “reducir el número de refugiados en la zona del Mediterráneo oriental en un 97% y un 80% a lo largo de la ruta del Mediterráneo central”. Estas cifras, se han producido externalizando el control de fronteras a los países vecinos (Pinyol, 2016) y, por el camino, dejando atrás los valores comunitarios europeos. Estas acciones y las que pueden venir, como el aumento del personal de Frontex a 10.000 guardias en 2020 (Juncker, 2018), se producen en un contexto de discursos xenófobos y peligro para el espacio Schengen, y se muestran como “ el uso de una falta de miras que no solo ha significado dificultar considerablemente la vida de muchas personas que buscan refugio en Europa, sino también empequeñecer el proyecto europeo a los ojos de muchos países del mundo” (Juncker, 2018). Este es el gran problema de acción de la Unión, como bien se afirma en La crisis de la UE ¿irreversible o irreconducible?: “Cada movimiento que se efectúa para adaptarse a la realidad, cerrando fronteras ante la emigración exterior o restringiendo movimientos y posibilidades laborales en su interior, genera disconformidades y tensiones soberanistas desintegradoras de distinto signo en los estados-nación” (Poch, 2018). Dicho de otra forma: en su intento de solucionar el problema, la UE se hunde cada vez más en el fango.
Sin embargo, también podemos atribuir la falta de confianza hacia la UE y, por ende, parte de la causa de su “crisis existencial” a la inexistencia de una falta de representación suficiente de los ciudadanos en el seno de dichas instituciones. Así pues, en base al Eurobarómetro de primavera de 2018, la media comunitaria de los ciudadanos que consideran que su voz no se tiene en cuenta en la Unión es del 49%. En otras palabras, salvo en Alemania, con un 32% de ciudadanos que no se sienten representados, de los principales países de la Unión Europea la mitad de la población (o incluso más, como es el caso de Italia con un 66%) no se siente representada en un proyecto que principalmente es político y seguidamente económico. Los ciudadanos, por tanto, “no aceptan que la UE haga más de lo que tiene asignado hacer” (Suanzes, 2016) y, además, consideran que no tiene legitimidad democrática suficiente. Esto nos muestra un grave problema en el seno de la Unión y al que las instituciones deberán responder si quieren seguir existiendo.
A ello se le suma la incapacidad de la Unión Europea de hacerse valer como proyecto político en el panorama internacional. Como se afirma en Examen a una Europa en crisis: “Ya no se defiende la expansión de la UE como una seña de identidad”. Las amenazas y presiones constantes de Rusia, el conflicto con Ucrania o las interferencias en los procesos democráticos de los Estados miembros, entre otros hechos, requieren acciones por parte de la Unión Europea. Jean Claude Juncker, en su discurso sobre el Estado de la Unión de 2018, ya avisó de que “la geopolítica nos indica que ha sonado la hora de la soberanía europea” y, en este sentido, la Unión debe actuar en zonas como los Balcanes “de otro modo, otras fuerzas se encargarán de configurar nuestra vecindad inmediata”.
Como conclusión, tenemos que tener en cuenta que la causa principal de la crisis existencial europea se debe a un malestar frente al establishment y a la explotación de las inseguridades de la población por partidos y movimientos que pretenden poner fin al proyecto comunitario europeo. Este es el principal problema: el enemigo interno, causa directa de los errores cometidos. Las sociedades se han replegado sobre sí mismas, el proyecto político europeo se ve asediado por el deseo populista de implantar Estados fortaleza desde los que ver los problemas de lejos, por el deseo de dejar atrás los valores que nos hacen europeos y nos han proporcionado paz y progreso desde la Segunda Guerra Mundial. Este es el caso, sin ir más lejos, del brexit o de los movimientos euroescépticos, que abogan por borrar del mapa una Unión que se muestra débil y sin rumbo, tanto interna como externamente. No obstante, considero que la Unión Europea posee fuerzas suficientes como para definir una acción propia a nivel regional y global. Por suerte, “a los partidos eurófobos les une un elemento común: el odio a la inmigración, pero poseen varios elementos diferenciadores e incluso excluyentes entre sí” (Chambraud y Salles, 2014). Esto nos da la oportunidad a los europeístas de mantenernos firmes, de aupar a la Unión volviendo a alzar la bandera de sus valores, que son los que le dan forma y los que motivan el proceso integrador. En definitiva, como se establece en el discurso de Juncker: “Somos todos, sin excepción, responsables de la Europa que tenemos. Y todos, también sin excepción, seremos responsables de la futura Europa”.
*Pablo de Mingo es estudiante de Ciencias Políticas
Una Europa balcanizada, en ruinas, en la encrucijada o insostenible son algunos de los adjetivos que se utilizan hoy en día para designar el presente y el futuro de la Unión Europea. Sin embargo, pese a que la Unión ha tenido sus detractores desde el momento de su creación, estos adjetivos parecen hoy más reales que nunca. Las preguntas, entonces, que se nos plantean son: ¿Por qué sucede esto? ¿Qué ha cambiado para que las voces que piden un cambio en la Unión Europea, o incluso su desaparición, tengan tanta relevancia? ¿Estamos enfrentándonos a la crisis existencial del mayor proceso de integración política y económica visto hasta la fecha?
Para responder a estas preguntas tenemos que retrotraernos a los hechos pasados. Ya en 2013, según lo expresado en Choque de democracias, se afirmaba que “la confianza en el proyecto europeo ha disminuido incluso a más velocidad que las tasas de crecimiento. Desde el comienzo de la crisis, la confianza en la Unión Europea ha caído 32 puntos en Francia, 49 en Alemania, 52 en Italia, 94 en España, 44 en Polonia y 36 en el Reino Unido”. Así pues, observábamos, por ejemplo, que el 56% de los alemanes no confiaban en la Unión Europea, junto al 56% en Francia y el 46% en Polonia en 2013. Hoy, en base al último barómetro de primavera de 2018 de la Comisión Europea, son el 42% de los alemanes los que no confían en la UE, el 55% de los franceses y el 41% de los polacos. Esto nos enseña que la situación se ha mantenido estable, pero no por ello deja de ser menos preocupante que, aproximadamente, la mitad de la población de los países miembros de la Unión Europea (la desconfianza media está en el 48%) no se fíe de las instituciones europeas.