Unión Europea, ¿un horizonte con futuro?
Incertidumbre. Esta es la palabra que he elegido para comenzar esta reflexión, mediante la que pretendo dar una visión con la mayor claridad posible de la situación que vive a día de hoy la Unión Europea (UE), el proyecto de cooperación internacional más ambicioso del siglo XX. ¿Hemos dejado de creer en este proyecto común?, ¿acaso no hemos podido salvar nuestras diferencias culturales?, ¿están las instituciones europeas estancadas?. Son algunas de las preguntas que intentaré responder a lo largo de la reflexión. Lo cierto es que la Unión se encuentra tocada, pero no hundida. Con el fin de entender el estado actual es necesario remontarse a sus orígenes.
El término Unión Europea es acuñado en 1993 a raíz del Tratado de Maastricht. No obstante, los primeros pasos hacia un proyecto de unión continental nacen tras la Segunda Guerra Mundial. Comienza a cimentarse en la primavera de 1951 con la firma, en París, del Tratado de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo conformarán así la primera cooperación europea en intercambio de materias primas con el fin de reavivar la economía del continente. Mediante el Tratado de Roma (1957) los seis países plantean una meta firme: conseguir un mercado común; nace la Comunidad Económica Europea. Ocho años más tarde el Tratado de Fusión daba vida a dos instituciones: la Comisión Europea (CE) y el Consejo de la Unión Europea (CUE). El Acta Única Europea de 1986 consolidó el mercado interior progresivamente e introdujo la libre circulación de mercancías y capitales. Y finalmente llegamos a 1993. En este año la unión de los doce países crea una estructura sobre tres pilares: integración a la comunidad; cooperación en política exterior y en seguridad común; y cooperación policial y judicial. El Tratado de Maastricht tuvo vigencia hasta 2008 con la firma del Tratado de Lisboa.
Son muchos los pasos que ha dado Europa a lo largo de sus más de sesenta años de historia para crear un proyecto sólido, original y viable. Un plan que ha ido aumentando sus miembros hasta completar 28 países, pero como se recoge en el artículo Cinco razones por las que Europa se resquebraja, “a pesar de las ampliaciones Europa se ha empequeñecido” (J.I. Torreblanca, 2011). Los hechos hablan por sí solos; lejos queda el año 1999, cuando todo era esperanza: el euro comenzaba a circular en los mercados financieros, diez países se adherirían en los próximos siete años (llegando a ser una gran potencia conformada por 25 miembros), comenzaban las conversaciones para integrar a Turquía y se aspiraba a la creación de una Constitución europea. Actualmente, el escepticismo se ha instalado en nuestras sociedades y el espíritu de unión ha sido sustituido por miedo e incertidumbre.
A Europa le invade el temor cada vez que escucha las palabras inmigrante o refugiado. Como individuos tememos perder las comodidades que el Estado de Bienestar nos ha brindado. Un Estado de Bienestar que se debilita desde la crisis de 2008 y que, por ello, levanta ampollas cada vez que se habla de refugiar a miles de personas que huyen de la miseria y las guerras para buscar una oportunidad en Europa. De puertas para fuera nos presentamos como una sociedad desarrollada y cuna del pensamiento humanista, se nos llena la boca al hablar de la defensa de los derechos humanos y el apoyo al refugio; pero de puertas para dentro, somos unos egoístas. Nos hemos individualizado. Las generaciones más jóvenes hemos nacido creyéndonos merecedores de una asistencia sanitaria universal, un sistema de pensiones (de discutible eficacia), educación “pública, gratuita y de calidad”; y una serie de beneficios que hacen de Europa el referente social más importante del mundo. Y lo cierto es que merecedores o no, evitamos abrir los ojos ante la Historia, que se repite porque nos empeñamos en olvidarla. No hace mucho éramos nosotros los que buscamos refugio ante el horror de los conflictos bélicos. Y ahora no somos capaces de mirar más allá de nuestros intereses. Tanto es así que la segunda economía mundial, por detrás de Estados Unidos, no quiere asumir el coste económico que supondría acoger a centenares de miles de personas.
El miedo hacia la inmigración y la concepción de que inmigración conlleva terrorismo ha tenido una consecuencia palpable: el auge del discurso populista y los partidos extremistas. El populismo procede de la categorización de pueblo con nación y definir al extranjero como el “inmigrante”. El inmigrante se ha convertido en el chivo expiatorio para estos partidos. No obstante, no es la única razón que ha llevado a los partidos de extrema derecha a cosechar el quince por ciento de los votos en las últimas elecciones europeas de 2014.
En este punto es necesario contextualizar. En el año 2008 se produjo la quiebra del que fuera el cuarto banco de inversión de Estados Unidos tras el colapso de la burbuja inmobiliaria. El hecho tuvo repercusiones globales, especialmente en los países desarrollados. Se produjo una recesión económica jamás conocida, con muchas similitudes al Crack del 29. Incluso en Europa el sistema de Bienestar quedó en entredicho debido a los múltiples recortes que sufrió. Concretamente en España, entre los años 2009 y 2014, se dejaron de invertir 10.789 millones de euros en infraestructuras públicas; 6.138 millones de euros en educación en los tres niveles; o la no desdeñable cifra de 5.564 millones de euros en recortes a la sanidad pública (Cartografía de los recortes CC.OO, abril 2016). Además del incremento del desempleo que llegó a alcanzar unas tasas del 25,77% en 2012.
Ha regresado el término Cuestión Social para hablar de la precarización del trabajo humano y el mercado laboral. Los ciudadanos han perdido poder adquisitivo y la clase media ha sido el colectivo donde más repercusión tuvo la crisis económica. “Cerca de tres millones de personas se han desplazado de la zona central a la parte baja de la distribución de la renta”, recogía el diario El Mundo (Daniel Viaña, 2017) a partir de un estudio realizado por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas junto a la Fundación BBVA.
Por otro lado, la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado llevó a la quiebra a millones de ciudadanos estadounidenses y, por efecto rebote, a los países europeos, que tras la Primera Guerra Mundial se habían beneficiado del Plan Dawes para la recuperación de sus economías. Por lo tanto, se establece una analogía evidente entre ambas recesiones y una repercusión común, en cuanto a materia política se refiere: el auge de los partidos extremistas y sus discursos populistas.
En julio de 1932, Adolf Hitler obtenía la mayoría en el Parlamento Alemán con más de trece millones setecientos mil votos (37,27%). Casi un año más tarde, en marzo de 1933, conseguía llegar al poder con el apoyo de los centristas y los nacionalistas, tras una campaña de coacción hacia los comunistas y los socialistas. Once años antes, en Italia, Benito Mussolini llegaba al poder con la aprobación del rey Víctor Manuel III tras la Marcha sobre Roma.
Hoy nos asustamos al ver en la televisión la victoria de un ultraderechista en Brasil, con un 55,13% de los votos. Pero no hay necesidad de ir tan lejos, porque en Europa, incluso en España, elección tras elección aumenta el número de votos destinados a partidos extremistas. “En países como Francia, Gran Bretaña, Dinamarca o Austria estos movimientos extremistas obtuvieron entre el 20 y el 30 por ciento de los sufragios emitidos” (Luz Trujillo, 2014). Steve Bannon, quien fuera el asesor estratégico de Trump, ha fijado su residencia en Bruselas para lograr conjugar una estrategia que consiga dotar de mayor influencia y poder a los partidos de extrema derecha y dar vida a los nacionalismos. A la crisis económica, el adelgazamiento de la clase media y al rechazo de la inmigración, sería conveniente añadir a los factores que explican el aumento del populismo, el descrédito de las instituciones europeas. Estas tendencias, que hemos visto no son nuevas, aportan medidas esperanzadoras para un presente fugaz, pero no son capaces de mirar a un futuro sostenible.
Y qué pasa con los nacionalismos, qué pasa con la manida frase hay que hablar de la Europa de los Pueblos y no de la Europa de las Naciones. Hablar de nacionalismo es hablar de rechazo y expulsión a todas aquellas personas que no pertenezcan al colectivo que llamamos “nación”. “Darle un nuevo sentido a ese espacio, que sea de todos los ciudadanos sin que importen sus pasiones, es el gran logro de la UE” como recoge el demógrafo francés Emmanuel Todd en su libro L’invention de l’Europe. Por lo tanto, Europa no podrá aceptar el secesionismo nacionalista porque va en contra de sus principios, el de construir puentes y no deshacerlos.
Tras varios días de investigación ha llegado a mis manos un artículo de la edición impresa de El País titulado La democracia es frágil. Este texto redactado por el politólogo Fernando Vallespín me hace reflexionar. Nombra dos escritores, George Orwell y Aldous Huxley, ambos me fascinan; y por supuesto dos libros, 1984 y Un mundo feliz, los cuales sirven de piedra angular del artículo. Tras leer el artículo intento cohesionar los principales hilos argumentales. Hoy son muchos los politólogos que se preguntan cuál será el porvenir, porque éste se ha vuelto borroso e inestable. De nuevo, incertidumbre. El pueblo ha perdido soberanía; la separación de poderes y la fuerza con la que antes contaban las instituciones han quedado diluidas en pro de los intereses económicos y de las grandes multinacionales. El poder político se ha sometido al poder económico. De esta cuestión nace otro de los discursos en el que se sustenta el extremismo: el orden tradicional liberal no ha sabido resolver las consecuencias de la crisis y la globalización.
Volviendo a la similitud entre la actualidad y los años 30, los líderes de estos partidos radicales son, en su mayoría hombres, “machos alfa” como son nombrados en el artículo Fiar el destino al macho alfa (Carlos Yárnoz, 2018). Donald Trump, Matteo Salvini o Rodrigo Duterte son algunos de los nombres que se encuentran a día de hoy en el tablero político internacional y con unas intenciones claras: la defensa de los intereses de sus países desde una posición fanática-nacionalista y discursos meramente populistas y xenófobos. Mas lo más preocupante es el lugar de nacimiento de todas estas ideas. Ese lugar no es otro que democracias consolidadas y cuna de los derechos humanos como Francia u Holanda. Por lo tanto, no es de extrañar que en las encuestas aumente el número de europeos que no consideran necesario vivir bajo el paraguas de la democracia. Porque si negásemos que los nuevos movimientos de los que hablamos son consecuencia de la fractura social y del descontento de la población con la Unión Europea, estaríamos negando la realidad que nos envuelve.
En el libro Fascism: A warning, Madeleine Albright habla de un tema que conoció de primera mano. Una mujer que fue la primera en convertirse en Secretaria de Estado de los Estados Unidos y que ejerció como embajadora de este país ante las Naciones Unidas. Había nacido en Praga en el año 1937, de donde se exilió por la ocupación nazi a Bohemia. En este libro defiende que el fascismo cala en las personas que se sienten rechazadas y abandonadas. La sociedad se ha dividido. Elementos como internet han sido capaces de introducirnos una vía de escape de la realidad, así como de manipularnos con noticias falsas de las que han sabido valerse muchos políticos, añadiéndose a la situación de crispación política. Todas estas ideas afloran de la entrevista para El Intermedio que realiza Guillermo Fesser a la Exsecretaria y que concluye con una solución (una medicina como dice Fesser) que pasa por escuchar al pueblo. “La democracia tiene la capacidad para corregir sus errores” (Albright, 2018).
El gran reto de Europa es encontrar una solución a las fracturas social y política. Los ciudadanos tienen que volver a ver a Europa como una oportunidad para su futuro y no como un lastre para su presente. El presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker durante su último discurso sobre el estado de la Unión aportó una serie de datos que dan un halo de luz a este proyecto desgastado. Tras la Segunda Guerra Mundial la devastación había quebrado el espíritu de pacifismo y cooperación, sin embargo el embrión de la Unión Europea nace para reavivar este espíritu y a día de hoy podemos estar orgullosos de haber conseguido un continente de paz. Desde 2012 se han creado casi doce millones de nuevos puestos de trabajo, llegando a alcanzar una cifra record de empleo: 239 millones de trabajadores y trabajadoras. Sin embargo, estos datos son matizables; así como Alemania o Los Países Bajos cuentan con unas tasas de desempleo del 3.3% y del 3.7%, respectivamente, España cuenta con una tasa del 14.8% y Grecia del 18.9% (Eurostat, octubre 2018). Europa es muy plural, por lo que me gustaría citar una frase dicha durante el discurso: “debemos demostrar que Europa puede superar las diferencias entre el norte y el sur, el este y el oeste, la izquierda y la derecha”. Solo así, hablando como una sola voz, Europa podrá actuar como el actor geopolítico que es. Porque unidos en la incertidumbre global conseguiremos avanzar con paso firme y demostrando que nuestro continente fue, es y será cuna de conocimiento y cultura, y referente de otros pueblos.
Si bien hacemos referencia a una búsqueda de mayor peso en el mapa geopolítico mundial como una única potencia, esto supondría un mayor trasvase de soberanía por parte de los Estados hacia Bruselas. Juncker defiende que “si Europa uniera todo el poder político, económico y militar de sus naciones, su papel en el mundo podría verse reforzado”. El eterno debate de ceder o no más soberanía se encuentra más vivo que nunca. Las crisis europeas han puesto de manifiesto la incapacidad de la UE por resolver las necesidades sociales de los ciudadanos europeos. A su vez se ha generado una progresiva desconfianza hacia las instituciones supranacionales. Existe una gran divergencia en la sociedad: una gran parte de la población que anhela recuperar el poder para sus Estados (47%) y otra, que a día de hoy me atrevería a decir que va en decrecimiento, que aboga por más Europa, más fuerza para Bruselas (19%) (Pew Research Center, primavera 2016).
Muy significativo, siguiendo el hilo de este debate, fue la decisión que el día 23 de junio de 2016 tomó la ciudadanía británica: el Brexit. Más allá de las consecuencias económicas; porque no nos vamos a engañar, lo que verdaderamente prima en nuestras sociedades desde hace muchos años es la economía, el Brexit fue un golpe sobre la mesa que dejó en evidencia la debilidad de la UE. Reino Unido mostró su intención de abandonar la Unión con casi un 52% de apoyo de la población a través de un referéndum vinculante. Es decir, reclamaron el primer modelo que se exponía en el párrafo anterior: retorno de la soberanía. El discurso populista de Boris Johnson y Nigel Farage, la promesa de los “£350 millones” que se invertirían en el sistema de salud pública dado que se dejarían de destinar a la UE o el as en la manga de la migración, fueron algunos de los pilares que sustentaron el Brexit y que no solo recogen la mayor parte del pensamiento británico, sino que ha calado en muchas esferas europeas.
El camino hasta la conclusión no ha sido fácil. Cuanta más información iba adquiriendo, más me cuestionaba el futuro de la Unión Europea. Siempre me he considerado defensor del proyecto comunitario y de hecho, admiro las labores que llevan a cabo todas las personas implicadas en sus instituciones. No obstante, he de reconocer que desde un espíritu critico he llegado a entender y compartir algunas de las afirmaciones que realizan las corrientes euroescépticas, no porque me considere parte de esta ideología, sino porque hoy la UE se ahoga. Todo esto me lleva a pensar que la mejor opción para el futuro pasa por una significativa reforma interna. Encontrar un punto medio que atraiga a todos los miembros: a los que más necesitan a la UE y a los que menos. Como ciudadano no me atrae la idea de ceder soberanía, pero comprendo que es importante para culminar el propósito de una unidad fuerte y con poder para resolver los grandes retos del futuro. Todo ello nos debe proporcionar un nuevo impulso y restar argumentos a los populismos que nos rodean, que se aprovechan de las indefiniciones del modelo actual. África seguirá siendo nuestra vecina y como tal tendremos que actuar para paliar la pobreza y la falta de humanidad; en un mundo globalizado y capitalista la inmigración no es la causa sino la consecuencia, es el resultado de siglos de explotación a los recursos africanos que deberemos replantearnos. El cambio climático necesita un gran y efectivo acuerdo internacional para evitar que antes de 2030 no haya vuelta de tuerca posible, pues para entonces no habrá excusa que valga.
Seamos más Europa, seamos más mundo y seamos más humanos. Siguiendo estos tres pasos seguiremos siendo un referente global.
*Pablo Castell Martínez, estudiante de primero de Derecho y Ciencias Políticas en la Universitat de València.
Incertidumbre. Esta es la palabra que he elegido para comenzar esta reflexión, mediante la que pretendo dar una visión con la mayor claridad posible de la situación que vive a día de hoy la Unión Europea (UE), el proyecto de cooperación internacional más ambicioso del siglo XX. ¿Hemos dejado de creer en este proyecto común?, ¿acaso no hemos podido salvar nuestras diferencias culturales?, ¿están las instituciones europeas estancadas?. Son algunas de las preguntas que intentaré responder a lo largo de la reflexión. Lo cierto es que la Unión se encuentra tocada, pero no hundida. Con el fin de entender el estado actual es necesario remontarse a sus orígenes.
El término Unión Europea es acuñado en 1993 a raíz del Tratado de Maastricht. No obstante, los primeros pasos hacia un proyecto de unión continental nacen tras la Segunda Guerra Mundial. Comienza a cimentarse en la primavera de 1951 con la firma, en París, del Tratado de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo conformarán así la primera cooperación europea en intercambio de materias primas con el fin de reavivar la economía del continente. Mediante el Tratado de Roma (1957) los seis países plantean una meta firme: conseguir un mercado común; nace la Comunidad Económica Europea. Ocho años más tarde el Tratado de Fusión daba vida a dos instituciones: la Comisión Europea (CE) y el Consejo de la Unión Europea (CUE). El Acta Única Europea de 1986 consolidó el mercado interior progresivamente e introdujo la libre circulación de mercancías y capitales. Y finalmente llegamos a 1993. En este año la unión de los doce países crea una estructura sobre tres pilares: integración a la comunidad; cooperación en política exterior y en seguridad común; y cooperación policial y judicial. El Tratado de Maastricht tuvo vigencia hasta 2008 con la firma del Tratado de Lisboa.