Una de cada mil personas que habita el planeta Tierra en 2018 ha elegido iniciarse en los antiguos misterios de la Masonería.
Para encontrarse a sí mismo en la explosión de un mundo cada vez más digital y repleto de sensaciones virtuales, ese ser humano entre mil ha tomado en el siglo XXI la decisión de adentrarse en el mundo analógico de la Masonería, que apenas ha cambiado en 300 años, en busca de un poco de virtud y sabiduría.
El eje de su vivencia masónica será el encuentro físico y real, formal y recurrente, con sus Hermanos.
Mientras sea su voluntad, una o dos veces al mes, quizás durante varias décadas, quizás después de viajar centenares de kilómetros porque vive lejos, ese hombre entre mil entrará en su logia con su mandil y sus guantes blancos y vivirá la misma experiencia, iluminada por la luz de las velas, que inspiró las mejores obras de Mozart o Goethe o la fundación de la Institución Libre de Enseñanza.
Las 999 personas restantes tienen derecho a hacerse todo tipo de preguntas.
Después del qué es, quién es o qué hacéis, suele llegar una de las más interesantes: para qué.
¿De verdad tiene algún sentido en el siglo XXI recibir y transmitir a la siguiente generación las enseñanzas morales de la Masonería?
¿Aporta algún valor al mundo?
¿Marca alguna diferencia en el siglo XXI?
Rotundamente, sí.
Para entender el valor de la Masonería hay que contemplarla a la luz de su grandioso ideal, quizás irrealizable: la Humanidad con mayúsculas, libre y fraterna.
Ese ideal ha tenido terribles enemigos.
En los siglos XVIII y XIX fue el fanatismo religioso y los absolutismos regios que se solaparon, a partir del XIX y el XX, con los totalitarismos políticos que ha conocido el mundo.
El punto de giro para la Masonería llegó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Humanidad se dio a sí misma la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
¿El faro que iluminó la noche oscura, tiene sentido cuando sale el Sol?
No es coincidencia que, en el país con más logias del mundo, Estados Unidos, estas comenzaran a vaciarse poco a poco.
Y, sin embargo, estamos lejos, muy lejos, de esa Humanidad con mayúsculas.
El siglo XXI reclama a gritos que alguien devuelva sentido a palabras como igualdad, tolerancia, libertad, democracia o fraternidad, banderas desgastadas por el uso espurio, vaciadas de contenido real, tergiversadas por el egoísmo y la ambición.
Es más necesario que nunca el trabajo en las Logias, donde cada masón pueda devolver algo de coherencia a estas palabras, pensarlas y sentirlas a través del trabajo sobre nuestro acervo simbólico para devolverles su inmenso poder constructor que no reside en pronunciarlas, sino en actuar en conciencia conforme a ellas.
Pero, además, el siglo XXI plantea preguntas totalmente nuevas.
¿La familia humana vivirá la globalización y sus flujos migratorios como un encuentro enriquecedor o se multiplicarán los fundamentalismos?
¿Los discursos del odio y el miedo se impondrán por encima de los derechos y libertades del ciudadano?
¿Las tecnologías de nueva generación que persiguen llevarnos más allá de las reglas de la evolución biológica, multiplicando nuestras funciones intelectuales y físicas, nos harán más libres o más esclavos?
El siglo XXI será ético o no será.
Por eso, más que nunca, es necesario que la Masonería retome el papel que jugó, especialmente en el siglo XIX, en la sociedad haciendo lo que mejor sabe hacer: transformar a un hombre bueno en un maestro masón capaz de llenar de sentido moral cada uno de sus actos en el mundo.
*Óscar de Alfonso, Gran Maestro de la Gran Logia de España – Grande Oriente Español