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Parques infantiles diseñados por catálogo

Aunque generalmente les prestemos poca atención y nos pueda sorprender saberlo, los parques infantiles han sido tradicionalmente un vibrante campo de trabajo y estudio. Artistas, arquitectos, sociólogos, educadores, urbanistas, activistas y un sinfín de perfiles más, se entregaron fascinados al diseño de espacios de juego, conscientes de que se trataba de una tarea bien seria. Al enfrentarla reflexionaban sobre el papel que asignamos a la infancia en nuestra sociedad. Este ejercicio no es nada sencillo ni admite respuestas únicas. Por eso, la de los parques infantiles ha sido una historia abierta a diferentes planteamientos, construida por multitud de experiencias incluso divergentes.

La evolución de los espacios de juego ha acostumbrado a moverse pendularmente en la tensión de dos polos contrarios: la liberación absoluta que adquiría la infancia en ese espacio que le era entregado y la contención de su actividad que imponía al mismo tiempo ese recinto mágico. En la actualidad, la balanza se inclina por completo del lado del control y lo hace en nombre de la seguridad. Ocurre así desde los años ochenta, momento en que la reflexión alrededor de las áreas de juego pareció estancarse.

Ahora bien, lo que recientemente ha ocurrido es que a la falta de alternativas se ha unido un problema más preocupante, que es el blindaje aparentemente irrompible del que se ha rodeado el modelo actual. Ese blindaje aparece en el cambio de siglo, con la llegada de las normativas de seguridad para parques infantiles.

Vaya por delante que en absoluto me tomo a la ligera la necesidad de evitar que los espacios de juego sean peligrosos. De hecho, cabe destacar que esta preocupación ha sido constante además de intensa en la evolución de los parques infantiles. Lo problemático es que el asunto se ha convertido en una cuestión, no ya técnica, sino “tecnificada”; donde complejos métodos de cálculo, criterios de dimensionado y supervisión especializada han venido a copar espacios que antes eran cubiertos por el cuidado, la observación y el sentido común.

La normativa referida a los parques infantiles se concentra en la priorización total de la seguridad en soslayo de otros valores primordiales de los espacios de juego, como son la educación, el aprendizaje, el ejercicio físico, la socialización o el manejo del riesgo. En esa transposición, se introducen decisiones aparentemente científicas, pero que deberían permanecer abiertas al debate, como el supuesto beneficio de diseñar parques segregados por franjas de edad, la obligatoriedad de cercarlos con una valla o la prohibición de que a ellos accedan animales.

A través de las certificaciones vinculadas a la normativa, la seguridad queda convertida en materia de trabajo especializado, garantizada por la fabricación rigurosa en base a unas directrices normalizadas. De ahí deriva la creencia de que el elemento de juego estandarizado y producido en fábrica es el único que garantiza una seguridad total (objetivo imposible, dicho sea de paso). Esta idea es explotada por las empresas que lucen en sus catálogos los galones de las entidades certificadoras, que, de forma reveladora, anuncian sus avales como un instrumento para poder “competir en igualdad de posibilidades en el agresivo mercado actual”.

En España es difícil encontrar datos sobre los accidentes infantiles que se producen en áreas de juego (un estudio los cifraba en un 3% de los accidentes totales), pero en Estados Unidos el número de atenciones médicas relacionadas, no sólo no ha descendido después de la aparición de las normativas, sino que ha aumentado. La explicación a la que se apunta es la mayor sensibilidad entre padres y madres de cara a los accidentes en los espacios de juego. Esa sensibilidad se sitúa en la órbita de la creciente sobreprotección que imponemos a los pequeños y está a su vez relacionada con el temor que nos provoca un entorno que ha dejado de parecernos apropiado para que nuestros hijos crezcan en él.

La situación se vuelve aún más enrevesada cuando la normativa existente (UNE-EN 1176 y UNE-EN 1177) no es de obligado cumplimiento en España (sólo Galicia y Andalucía cuentan con normativa específica). En la indefinición actúan las presiones de los fabricantes, las tergiversaciones interesadas, el alarmismo de los medios de comunicación... Como resultado de tanto ruido, la normativa se vuelve obligatoria de facto. Para cubrirse de cualquier responsabilidad que se les pueda requerir (aunque ésta sea imprecisa), los ayuntamientos se inclinan por comprar parques certificados, sinónimo casi exclusivo de estandarizados y justificación también de unos precios mucho más elevados.

El colofón es que nada de lo anterior es realmente un problema. El sistema que genera es infinitamente cómodo para todas las partes implicadas. Los parques se componen pasando páginas de un catálogo estilo Toys R Us, como si se estuviese buscando un regalo de cumpleaños para un niño que ni siquiera es nuestro. Se elige, se contrata y se instala. ¿Puede haber algo más sencillo?

La imagen final de este señor que hojea el catálogo funciona como epílogo de este artículo. Nos explica por qué los parques de ahora no son verdaderos espacios de juego, sino simples juguetes. El balancín con forma de ballenita y el barco pirata reflejan el modo en que los adultos, decidiendo muy organizadamente desde nuestro mundo adulto, somos incapaces de comprender la infancia si no es por medio de la infantilización, que no es más que un esquema ultra-simplificado con el que esquivamos la dificultad de reconocer la complejidad de la niñez; una preocupación que, como decíamos al inicio, siempre estuvo en la raíz del diseño de las áreas de juego. Hasta que las certificaciones y los catálogos acudieron a librarnos de ella.

Aunque generalmente les prestemos poca atención y nos pueda sorprender saberlo, los parques infantiles han sido tradicionalmente un vibrante campo de trabajo y estudio. Artistas, arquitectos, sociólogos, educadores, urbanistas, activistas y un sinfín de perfiles más, se entregaron fascinados al diseño de espacios de juego, conscientes de que se trataba de una tarea bien seria. Al enfrentarla reflexionaban sobre el papel que asignamos a la infancia en nuestra sociedad. Este ejercicio no es nada sencillo ni admite respuestas únicas. Por eso, la de los parques infantiles ha sido una historia abierta a diferentes planteamientos, construida por multitud de experiencias incluso divergentes.

La evolución de los espacios de juego ha acostumbrado a moverse pendularmente en la tensión de dos polos contrarios: la liberación absoluta que adquiría la infancia en ese espacio que le era entregado y la contención de su actividad que imponía al mismo tiempo ese recinto mágico. En la actualidad, la balanza se inclina por completo del lado del control y lo hace en nombre de la seguridad. Ocurre así desde los años ochenta, momento en que la reflexión alrededor de las áreas de juego pareció estancarse.