¿En qué mapa está Valencia?

Pese a que todavía faltan quince días para el momento culminante de la fiesta, Valencia ya está en plenas fallas. Con el mes de marzo empiezan los primeros actos –mascletá incluida– y la ciudad se llena de visitantes que, aún con dos semanas de antelación, ya caminan por las calles con cara de despiste y preguntándose cuándo demonios empezaremos a quemar cosas. Más de un negocio espera que con este aluvión turístico y con el que todavía está por llegar empiece a remontar un poco el año. Sin embargo estos días han aparecido dos noticias que, pese a no amenazar al negocio que representa para la ciudad el maná turístico sí que deberían, cuanto menos, llevarnos a una reflexión sobre el modelo de turismo que queremos.

Dejando de lado la broma del aeropuerto de Castellón (porque me niego a creer que la bufonada de Fabra vaya en serio…) parece que el atractivo turístico de la ciudad está cambiando. No hablo ya del turismo barato de sol y playa que se ha enquistado en el litoral alimentado por un urbanismo depredador. Me refiero al modelo de visitante que acoge la ciudad de Valencia.

Durante años el gobierno de la Generalitat y, especialmente, el de la corporación local, han insistido hasta la saciedad en que la política de grandes eventos que han ido desarrollando los gobiernos del PP, además de alimentar oscuros entramados de amiguetes varios, han llevado el nombre de la ciudad a todo el mundo. Y es probable que así sea. Efectivamente, Valencia está en el mapa pero ¿en qué mapa?.

Está claro que en el de los organizadores de esos grandes eventos ya no. Cuando han visto cerrarse el grifo del dinero público a coste cero, los organizadores de copas marítimas, carreras al sol y demás aparatosos espectáculos han borrado la ciudad de su agenda. Con ellos se han ido también los comercios elitistas que nacieron al albur de dichos acontecimientos y de los que prácticamente la mayor parte de la ciudad no nos enteramos ni de que existían.

Esta semana hemos conocido que otro tipo de turismo que durante un tiempo hizo las delicias de nuestros dirigentes no termina de cuajar: el de los campos de golf. En este caso, de nuevo, fue el afán urbanizador el que motivo desarrollos poco realistas que únicamente buscaban vender chalets a los jubilados escoceses con el –pobre- reclamo de tener una casa con vistas a un campo de golf. Posiblemente nadie se planteó en su momento que esta gente inventó el deporte y que con un par de dunas replantadas con césped artificial no iban a contentarse en absoluto. El turismo de golf es uno de los más exigentes del mundo. Y si las instalaciones y los campos no están a la altura de las expectativas es muy probable que, de nuevo, los potenciales viajeros, de nuevo, saquen Valencia de su mapa.

En los últimos días también hemos sabido que, si bien el número de cruceros que desembarcan en la ciudad ha aumentado, el número de viajeros que se han bajado de ellos se ha reducido. Y aquí sí que llegamos al quid de la cuestión. El turismo de cruceros está en auge y, pese a la crisis, es accesible a casi todos los estratos de la sociedad. El turista de cruceros es un viajero recurrente que busca en sus escalas ciudades agradables, accesibles y con un discreto atractivo que puedan conocer paseando durante el breve tiempo de su escala. Aquí, sin embargo, los recibimos en un inhóspito puerto, en una terminal perdida a la que incluso los taxistas tienen problemas en llegar.

Este turismo, el de los cruceros, es de un perfil similar al que llega a la ciudad en estos días previos a las fallas. Aterrizan en Manises a través de las líneas de bajo coste –que en la mayoría de los casos no implican bajo poder adquisitivo– buscando descubrir un destino agradable, con buena gastronomía y con un contenido cultural relevante. En general hablamos de europeos que viajan con frecuencia, que conocen otras ciudades pequeñas y no sólo grandes capitales. Tienen curiosidad y un nivel cultural aceptable. Es la gente que se preocupa en conocer San Pío V y el IVAM. Visitantes que se agolpan en los alrededores de la Lonja con paciencia, repasando sus guías con cierto interés. Quizá vienen porque, efectivamente, la ciudad está en su mapa. Pero con un casco histórico que se cae a trozos, con un Palau de les Arts desmantelado y con un panorama cultural que la administración abandona o ningunea me pregunto si la ciudad está a la altura de sus expectativas. No es fácil entrar en el mapa, desde luego, pero como en el caso del golf o de los cruceros es extraordinariamente sencillo salir de él.