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De los altos hornos a guarida de Mickey Mouse: el destino improbable de nuestros marjales

Marjal dels Moros.

Andreu Escrivà

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Si van un día a cualquiera de los 40 humedales valencianos catalogados y que no son un embalse, casi con toda seguridad están contemplando el fruto de una carambola del azar. Se pueden considerar, en muchos casos, como la improbabilidad hecha ecosistema. En primer lugar, porque están en sitios apetecibles para las sociedades humanas: costeros, llanos y con suelo productivo. Históricamente la ocupación de estos espacios ha sido imparable, aunque lenta, dado que había que drenarlos y acondicionarlos para el cultivo o la edificación. Se han ido reduciendo año a año, ganándole terreno a lo inculto y al pantano, en un proceso que ha durado siglos y que ha moldeado buena parte de la geografía –y toponimia- del País Valenciano.

Quizás asociamos el aterramiento y las obras hidráulicas a los siglos XVIII y XIX, a grabados en color pastel o fotografías en blanco y negro, pero lo cierto es que hasta hace bien poco la supervivencia de nuestras marjales ha pendido de un hilo. Y en algunos casos, el hilo se rompió, como en el caso de la marjal de Oropesa, que quedó sepultada bajo el manto de cemento y asfalto de un enorme complejo turístico y nunca fue recogida en el catálogo autonómico de zonas húmedas. Sin embargo, en otros aguantó gracias a algo tan temido y poco deseable como una crisis económica y a la huida a Francia de la sonrisa en Technicolor de Mickey Mouse.

En los años 80 se planteó ubicar Eurodisney en España, y una de las zonas que se barajó con insistencia fue la Marjal de Pego-Oliva. Resulta curioso que en ningún momento se plantease la existencia de una zona húmeda con un impedimento, pero el caso es que a Disney le preocupaban, básicamente, los visitantes y el clima. El Consell, en aquel momento, veía la instalación del parque como una posibilidad de generar empleo en un contexto de crisis, y trató de conseguir el favor de la multinacional. Sin embargo, finalmente Disney se decantó por París, aduciendo motivos que varían según a quién se pregunte: desde la evidente mayor proximidad de la capital francesa a otras grandes urbes (y por lo tanto a potenciales visitantes), hasta la improbable hipótesis de que un vínculo familiar de un directivo desestabilizó la balanza, pasando por la opción de que la tentativa valenciana era sólo una forma de presionar a los gobernantes franceses, y obtener así condiciones más ventajosas. Fuera como fuese, el caso es que el marjal de Pego-Oliva acabó salvándose de ser devorada por un ejército de personajes de películas de animación y que, afortunadamente, se incluyó en 1994 en el convenio RAMSAR de protección internacional de humedales, para acabar siendo declarada parque natural en 1995. A pesar de ello, aún habría de sufrir los ataques reiterados de quien se suponía que debía protegerla, el alcalde de Pego, Carlos Pascual, pero las organizaciones ecologistas, la administración autonómica y la justicia consiguieron evitar la desaparición completa del espacio. Si pasean hoy entre sus caminos estarán viendo mucho más que vegetación acuática y anátidas, o que inluso que un mosaico de naranjos y chalés fuera de sitio; estarán divisando un superviviente nato, una marjal que se sobrepuso al arroz, la huerta, la corrupción municipal y a la sonrisa perenne y algo inquietante de Mickey Mouse.

Por la misma época, y quizás ligado en cierta manera a la historia anterior –por la crisis y el cambio de modelo productivo-, se producía el hundimiento de la actividad industrial en Sagunto, y en especial de sus altos hornos. Tras años de pérdidas millonarias (a raíz de previsiones que se habían estrellado contra el muro de la realidad en los 70), quedó claro que los planes de ampliación de la industria no iban a poder llevarse a cabo. Al cerrarse los Altos Hornos, la Generalitat tuvo la posibilidad de hacerse con el suelo que pertenecía al consorcio, y al comprarlo dividió el terreno entre lo que sería un inmenso y actualmente casi vacío parque industrial –que podría servir perfectamente de set para series post-apocalípticas- y las 300 hectáreas que se protegieron. Es fácil encontrar escoria en el marjal, pero en vez de considerarlo como simple suciedad o escombros que deben ser limpiados, quizás sería mejor otorgarle la categoría de recordatorio de lo que pudo ser y (afortunadamente) no fue. Quién sabe si las generaciones actuales habrían conocido la Marjal dels Moros sin la crisis de hace 35 años.

Pero existen más casos de salvaciones in extremis, como por ejemplo el del Clot de Galvany, en Elx, un pequeño humedal de 300 hectáreas que a punto estuvo de convertirse en marina, a la manera de Empuriabrava. Hoy sobrevive rodeado de apartamentos y urbanizaciones, pero exhibiendo orgulloso una biodiversidad única y en aumento, y ejerciendo de polo verde en la zona. También estuvo en jaque l’Albufera de València, cuya devesa (el bosque mediterráneo litoral) se salvó, como tantas otras marjales, gracias a la movilización ciudadana que se produjo ante los planes de urbanización, y cuyo lema aún perdura en el imaginario colectivo (El Saler per al poble). E incluso otros humedales, como la singular y temporal Laguna de San Benito (entre Almansa y Ayora), siguen reclamando el espacio que se les arrebató mediante campos de cultivo y canales de drenaje. El año pasado reapareció durante unas semanas, y nos recordó que, aunque no siempre podamos verlas, muchas zonas húmedas siguen ahí, esperando su momento para resurgir y retomarlo justo donde lo dejaron.

Lo más difícil, llegar hasta el presente, ya está hecho.

 

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