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Las crónicas de Josep Renau: así salvó la República el tesoro artístico de las bombas franquistas
“La Guerra Civil no nos pilló desprevenidos. Mas tuvimos que aprender sobre la marcha muchas cosas viejas y otras nuevas. No es lo mismo discutir acaloradamente con un amigo, que verlo desangrarse al lado de uno; como tampoco lo es contemplar obras maestras de la pintura o leer libros del Siglo de Oro (y estar o no de acuerdo con ellos), que ver ediciones príncipe y viejas pinturas en trance de destrucción física... Entonces, cuando la materialidad de las obras del pasado se funde con la fiebre combatiente, la relación entre esta presencia física y su carácter histórico entra en un nuevo registro de connotaciones significativas. Y esto sucede hasta en las gentes más sencillas, como tuvimos ocasión de constatar en muchas ocasiones. Y en una guerra como fue la nuestra, sobre todo. Así, la preservación y la defensa de nuestro patrimonio cultural fue asumida espontáneamente por el pueblo español”.
Josep Renau (Valencia, 1907 - Berlín Este, 1982) no sólo fue un artista excepcional. También se erigió en uno de los máximos artífices de la salvación del tesoro artístico español de los bombardeos franquistas. “Fue una actuación vanguardista y pionera para el resto de Europa en la Segunda Guerra Mundial”, afirma Isabel Argerich, responsable hasta su jubilación de la fototeca del Instituto de Patrimonio Histórico Español y comisaria, junto a Judith Ara, de la exposición Arte protegido del Museo del Prado.
A pesar del sonado éxito de la evacuación del patrimonio español, “en 40 años no se ha hecho prácticamente nada para poner en valor la figura y la obra de Renau, sólo de manera puntual y anecdótica para cubrir el expediente”, denuncia Javier Parra, secretario general del Partido Comunista del País Valenciano y discípulo político y artístico del genial autor. “Queda mucho por hacer”, agrega Parra.
El testimonio de Renau, publicado en 1980 por el Ayuntamiento de Valencia y la desaparecida editorial Fernando Torres, ha sido reeditado en una reproducción facsímil por el consistorio. Arte en peligro, 1936-39 narra “los esfuerzos para la conservación y defensa del patrimonio artístico” durante la Guerra Civil, explica la edil Glòria Tello. Si bien hay muchas leyendas épicas de la Guerra Civil, la crónica de Josep Renau no lo es.
Antes de los primeros bombardeos de la aviación franquista sobre Madrid —del 14 al 25 de noviembre de 1936— las obras de primer orden del Museo del Prado ya habían sido retiradas y protegidas. Renau, director general de Bellas Artes del Gobierno de Francisco Largo Caballero, inició los trabajos de evacuación junto con colaboradores como Antonio Deltoro, su secretario; Timoteo Pérez Rubio, presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico Nacional, o los arquitectos José Lino Vaamonde y Roberto Fernández Balbuena, entre muchos otros. Todos —a pesar de su extraordinaria labor— acabaron exiliados: Josep Renau, Antonio Deltoro y Roberto Fernández Balbuena, en México; José Lino Vaamonde, en Venezuela, y Timoteo Pérez Rubio en Brasil.
El 10 de noviembre de 1936 partió hacia Valencia el primer envío —el biógrafo de Renau, Fernando Bellón, apunta la fecha del 8 de noviembre, “al finalizar con éxito la contención de la primera ofensiva franquista sobre Madrid”—. Sólo cuatro días después, la aviación del bando sublevado bombardeaba el Museo del Prado, el Palacio de Liria, la Biblioteca Nacional y la Academia de San Fernando. Se dio “prelación”, relata Josep Renau, “a las obras de primera categoría, con preferencia a las de autores nacionales”. “Luego se efectuó la selección de los tapices, objetos históricos y libros según el mismo criterio, hasta poner a salvo todos los objetos de nuestro tesoro artístico histórico de valor fundamental”, agrega en Arte en peligro, 1936-39 .
La protección de las obras fue precisa y minuciosa: “Se utilizaban exclusivamente papeles impermeables, travesaños especiales en las cajas para evitar los alabeos de los paneles, estudiando en cada caso particular la conveniencia de conservar o retirar los marcos que, a veces, producen estos alabeos o, contrariamente, los evitan, según su construcción, su estado de conservación o sus dimensiones”. Además, la envoltura exterior estaba “totalmente impermeabilizada contra los riesgos de humedad, lluvia, nieve”.
El equipo de artistas, encargado de una misión que trascendía la situación bélica, usó “los mejores camiones militares”. En viajes de 32 horas, debido a la velocidad mínima a la que avanzaban los convoyes, el tesoro artístico español era “vigilado por técnicos y delegados gubernamentales” y “protegido por elementos motorizados del Ejército”.
Las 22 expediciones recorrieron el trayecto entre Madrid y Valencia con las obras maestras del Museo del Prado, incluidas 381 pinturas y 181 dibujos de Goya. “No hay que olvidar que estos transportes tuvieron que efectuarse en plena guerra y bajo la constante amenaza de los aviones: fue preciso aprovechar las noches más oscuras, parar los motores y apagar los faros a la más mínima alerta. Se comprenderá mejor la ardua tarea que se impusieron un grupo de artistas, profesores, técnicos, oficiales y simples soldados para coadyuvar al salvamento del Tesoro Artístico de España”.
En el puente del Jarama se escenificó un momento, cuando menos, asombroso de la historia de España. “La expedición más importante, que sólo constaba de dos grandes e históricos lienzos —Las Meninas de Velázquez, y el Retrato de Carlos Quinto, de Tiziano—, tuvo que detenerse al llegar al puente colgante del Jarama, pues la altura considerable de las cajas tropezaba con la parte superior del armazón metálico de aquél. Hubo que desmontar la carga, bajarla del camión y deslizar las cajas por medio de rodillos hasta el otro extremo del puente. Para afianzar de nuevo la preciosa carga y proseguir el viaje: total, cuatro horas de duro trabajo en la oscuridad y el frío”.
La labor de catalogación, incluyendo la “consignación de las más mínimas incidencias de cada obra en un fichero especial”, no fue menos ardua. “Cerca de dos mil lienzos de primera categoría, sin contar los libros preciosos y tapices célebres, pasaron por estos trámites antes de acceder a lugar seguro”, apunta Renau.
En Valencia se descartó de plano la idea inicial de ubicar el tesoro artístico en refugios subterráneos por la asfixiante humedad y el agua del subsuelo. “Se escogieron dos construcciones: la Puerta de Serranos, vieja fortaleza gótica —que en el siglo XV cerraba el acceso a la ciudad por el norte—, y el antiguo Colegio del Patriarca, construido en el siglo XVII”, relata Josep Renau.
Con “piedra de talla, muros de un espesor extraordinario —tres metros— y bóvedas interiores de un metro de espesor en sus claves”, el señero monumento de la ciudad, se convirtió en el refugio ideal para el tesoro artístico. “Las bases de los arcos tienen de seis a ocho metros, y la construcción está cimentada en talud, rodeado por un foso de cinco metros de profundidad por seis de anchura. Consta de tres pisos superpuestos de treinta metros en total. Además, gracias a sus muros extremadamente gruesos, a la calidad de la piedra —granito— y a la antigüedad de su construcción y buena conservación, el clima interior puede considerarse como casi invariable”.
Las Torres de Serranos, según los detallados planos del arquitecto José Lino Vaamonde, fueron reforzadas con seis capas de protección, incluyendo sacos terreros y bóvedas monolíticas de piedra y de hormigón armado. En el Colegio del Patriarca, en otra escena alucinante, se expusieron algunas de las obras del tesoro artístico (en una de las fotografías que incluye el libro de Renau, tres milicianos, rifle al hombro, observan las obras evacuadas mostrando en una sola imagen la concepción comunista que los intelectuales del partido propugnaban en la revista Nueva Cultura).
El éxito de la evacuación del tesoro artístico fue tal que Sir Frederic G. Kenyon, exdirector del Museo Británico, y Sir James Gow Mann, conservador de la Wallace Collection, quedaron asombrados y maravillados tras su visita a Valencia. En una nueva escena memorable, Las Meninas fueron brevemente expuestas en el Colegio del Patriarca para la delegación, que comprobó el buen hacer de la II República con el tesoro artístico amenazado por la aviación franquista.
Entre las Torres de Serranos y la iglesia del Colegio del Patriarca, los dos expertos en arte ingleses pudieron comprobar el buen estado de obras como “Las Meninas, el Esopo y los retratos de Margarita de Austria y don Baltasar Carlos, de Velázquez; la Maja vestida y la Maja desnuda, de Goya; la Trinidad del Greco; la Sagrada Familia con el cordero y el retrato del cardenal Alidosio, de Rafael; Salomé de Tiziano; María de Médicis, de Rubens”, según la crónica del viaje de Sir Frederic G. Kenyon publicada en The Times.
Sir Frederic G. Kenyon también anotó los más de 300 tapices del Palacio Nacional “extendidos, sin enrollar, sobre una plataforma levantada a propósito” en una de las Torres de Serranos así como tres tapices del duque de Alba “enrollados y embalados en una gran caja” procedentes del Palacio de Liria, que había sufrido los bombardeos franquistas.
Kenyon elogió “los trabajos sorprendentes para proteger los tesoros artísticos de la nación de los peligros de la guerra, por lo cual, aquellos a quienes se encomendara el trabajo merecen el mayor encomio”.
La proeza de Josep Renau y de su equipo es tan indiscutible que hasta el marqués de Lozoya, director general de Bellas Artes entre 1939 y 1959, reconocía tras la Guerra Civil que “afortunadamente nada se ha perdido y las colecciones del Estado se encuentran hoy integradas como antes de 1936”. Un trabajo hercúleo que el artista combinaba con la preparación del pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937, donde el Guernica de Pablo Picasso denunciaría ante el mundo el terror acaecido tras la sublevación franquista contra la democracia republicana. Renau, destaca su discípulo Javier Parra, “como buen militante comunista, cumple de manera excepcional la tarea y aporta su propio conocimiento del tratamiento de las obras de arte”.
“Se le atribuye a él un trabajo de equipo”, tercia Isabel Argerich, que reivindica el papel de Roberto Fernández Balbuena —el Ministerio de Cultura acaba de editar dos de sus conferencias bajo el título Tesoro artístico y Museo del Prado en la guerra civil y posguerra— y del arquitecto José Lino Vaamonde, cuyo libro Salvamento y protección del Tesoro Artístico Nacional (editado en 1973 durante su exilio en Caracas), permanece descatalogado.
“Vahamonde había hecho planos de dónde habían caído las bombas, si eran explosivas o incendiarias o la carga que tenían; estudió el armamento con mucho detalle, había sido matemático y arquitecto y tenía una formación impresionante”, explica Argerich.
La labor colectiva, bajo la batuta de Renau, fue “algo asombroso en tan poco tiempo y con medios tan escasos”, apostilla Isabel Argerich. El salvamento del tesoro artístico español fue una suerte de preámbulo de la Segunda Guerra Mundial. “El arte es un objetivo militar para borrar la identidad cultural o las señas que pueden identificar a un país”, recuerda.
“Algunos no se acuerdan y otros no lo saben. De alguna manera tenía que contarlo públicamente para que aquello no vuelva a pasar”, dijo Josep Renau durante la presentación del libro en el Ayuntamiento de Valencia el 6 de mayo de 1980. Arte en peligro, 1936-39, la extraordinaria crónica de la hazaña del salvamento del tesoro artístico español, por fin vuelve a estar disponible más de cuatro décadas después de su primera edición.
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