Es uno de los mantras más repetidos en los últimos tiempos. Miremos donde miremos, abramos los oídos donde los abramos, siempre escuchamos lo mismo: lo principal es crear empleo, que no quede una sola persona sin trabajo. Y cuando salen los datos del aumento o disminución del paro nos ponemos tan contentos si esos datos confirman que un montón de gente ha encontrado trabajo desde la última encuesta. El otro día decía Rajoy que iba a acabar con el paro si era elegido de nuevo presidente del gobierno. Acabar con el paro. Siempre la misma cantinela. Crear tropecientos mil empleos en los próximos cuatro años. Siempre lo mismo. Hasta el aburrimiento. Lo que hay que hacer no es sólo acabar con el paro, que ojalá fuera posible algún día. Lo que hay que hacer es que las personas que trabajan no se mueran de hambre. Tener trabajo es un derecho, claro que sí. Pero hay que añadir un detalle: el derecho de verdad es tener un trabajo que te permita vivir con dignidad. Lo demás es una manera de marear la perdiz para que todo siga igual y la economía y la vida de la gente sigan en manos de los grandes empresarios y las políticas que les permiten impunemente conservar sus privilegios.
AlAhí tenemos lo que dicen esos empresarios: que quien trabaja trabaje más, cobre menos y ellos, los empresarios, puedan despedir cuando les da la gana y con el menor dinero posible. Se acabaron los derechos laborales que tanto tardaron en consolidarse. En lugar de esos derechos lo que se ha implantado es el miedo a perder el trabajo, aunque sea un trabajo que no te permite llegar a fin de mes, ni siquiera, muchas veces, a la primera semana de ese mes.
En este país lo único que no ha cambiado es el derecho de las empresas a seguir ganando cada vez más dinero, aunque sea a costa de mantener un sistema de empleo parecido en muchos casos al esclavismo. No exagero. Todo el mundo conoce a gente que está trabajando casi todo el día por un miserable puñado de euros. Todo el mundo conoce a gente que está en el paro desde hace años y no ingresa un sólo euro desde mucho tiempo atrás. Todo el mundo conoce familias enteras viviendo con la raquítica pensión de los abuelos. Todo el mundo conoce a gente que es contratada por horas, como en los tiempos de maricastaña -y ahora mismo con la mano de obra inmigrante- hacían los terratenientes en las plazas de los pueblos. Creo que era el jefe máximo de los empresarios españoles quien lo decía no hace mucho: se han acabado los contratos fijos, las jornadas completas, los derechos laborales de antes que ahora son como reliquias olvidadas del pasado. Ellos lo tienen claro: todo vale para que no disminuyan un euro sus cuentas corrientes. Lo que resulta extraño es que esa masacre económica y moral sea contestada con la sumisión de quienes la van a sufrir hasta consecuencias inimaginables hace sólo unos años. Ya lo decía más arriba: más vale conservar un trabajo miserable que ser carne de despido si se te ocurre alzar la voz de la queja en la empresa. El miedo haciendo de las suyas. El miedo que nos convierte en un grumo de silencio delante de los telediarios. Tragar lo intragable para seguir trabajando en lo que sea aunque el sueldo no nos alcance ni para un paquete de pipas. Es una vez más y desde siempre el arma principal de las empresas: o lo tomas o lo dejas, y si tú no lo quieres hay cien mil en la puerta para cogerlo. Cien mil. Doscientos mil. Un millón. Cuatro millones de personas en paro que lo que quieren es trabajar. Pero no sólo trabajar sino también no tener que agachar la cabeza o cagarse de miedo cuando se pasea por los pasillos el encargado de la empresa.
Ya sé que alguien puede llamar a esto demagogia, pero cómo es posible que veamos cada día los sueldos y las jubilaciones de los banqueros, de altos miembros de muchos consejos de administración públicos y privados, de muchos políticos reciclados después a la empresa privada a través de puertas giratorias, cómo es posible que veamos eso todos los días y que el pato de la crisis lo esté pagando la gente que incluso teniendo trabajo no tiene para compartir una tarde de merienda en familia o con los amigos. Ni demagogia ni leches: es la realidad pura y dura de lo que nos pasa. Después de tantos años de democracia, de una democracia que habría de ser cada vez más igualitaria, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Y encima va y esos ricos cogen sus millones y se los llevan a paraísos fiscales para arruinar sin contemplaciones la esmirriada economía de un país cada vez más en bancarrota, precisamente por su culpa.
En la campaña electoral el mantra de la creación de empleo ocupará buena parte de los discursos. Pues eso: que ese mantra sea el de un empleo digno y no ese otro empleo que lo único que hace crecer en quien lo consigue es el miedo a perder lo poco que le ofrecen.