DANA València
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería para siempre
Imagínese que, de un día para otro, todos los comercios de su ciudad se esfumaran. El paquete que le esperaba en Correos ya no está, porque no hay Correos. No puede comprar agua, arroz o un capricho de chocolate en el supermercado. La frutería se ha evaporado. Olvídese de comprar carne o pescado fresco sin cambiar de pueblo. Para tener desodorante hay que ir a otra localidad. No ha olido pan de horno en un mes. Por supuesto, no ha tomado un cortado en ningún bar, porque no existen. No puede comprar ropa interior en ningún sitio ni suavizante para lavadora.
Así vive Catarroja (30.000 habitantes, en l'Horta Sud) desde el 30 de octubre, una de las últimas localidades en las que pudo entrar el ejército tras la riada. Un cerro de chatarra y coches da la bienvenida al visitante, que encontrará, por todo signo de vida normal, un casal fallero y un local para donar y coger latas, ropa usada o comida envasada. El fango lo cubre todo. Aquí pasó una de las avenidas de agua más mortíferas por una calle en pendiente cuyo nombre, premonitorio del peligro, es “la rambleta”.
Las casas son de cuatro o cinco alturas, así que lo más afectado son bajos y garajes. La plaza del Fumeral es a Catarroja lo que la Gran Vía a Madrid, un centro comercial a cielo abierto. Una plaza cuadrada que tenía un parque con bancos y juegos infantiles. Hoy, en su lugar, 20 centímetros de lodo. La circunvalan más de 20 locales comerciales que están hoy cerrados, después de que les entrara más de dos metros de agua a todos. Muchos de ellos abiertos y sin puertas. Otros, con las persianas rotas.
Miguel es el dueño de la inmobiliaria de la plaza, que vendía y alquilaba pisos en l'Horta Sud. La riada le pilló en la tienda. A él, a su comercial y sobrina Sandra, a una secretaria, una clienta que no sabía nadar y un extranjero “que visitaba por primera vez España y quería comprar un piso, imagina qué impresión se llevó”, cuenta este empresario sentado 'a la fresca' en una silla de plástico en un día de poniente que levanta el polvo de fango. También ha perdido una casa de 500.000 euros y dos coches. Ahora vive con sus padres. Salieron todos nadando hasta una reja. De ahí, pudieron entrar en un portal.
“Yo ya he llorado mucho, y ya está, voy a abrir y voy a ser el primero de Catarroja”, cuenta con ánimo, mientras una máquina de calor seca el yeso de su local, en el que había invertido más de 30.000 euros de reforma. Todas las operaciones que tenían firmadas se han cancelado. Hay mucha gente que ya tiene miedo a vivir en estas zonas inundables. “Aquí una casa se alquilaba a unos 800 euros”, y advierte de que “es muy importante que se ponga topes, porque somos 'tan buenas personas' que la gente empieza a querer subir los precios y eso nos hace daño a todos como pueblo”.
Como casi todos, es escéptico con las ayudas a empresas y autónomos, que se pueden pedir desde el martes. El escepticismo tiene su raíz en el hecho de que, en Catarroja, casi todo lo han limpiado los vecinos y los voluntarios, porque las fuerzas públicas llegaron más tarde. “¿Sabes el único que me ha dado dinero ya? Mercadona, 8.000 euros”. Se refiere a la iniciativa Alcem-se de Juan Roig, que está otorgando hasta 10.000 euros por empresa. Aun así, pedirá las ayudas estatales y autonómicas, que llevan más burocracia y garantías puesto que es dinero público, “pero sea como sea, yo abro. De aquí comen cinco familias”, cuenta junto a Sandra que, como todos los trabajadores en este pueblo, está en ERTE.
Nacho Albert no tenía solo un local que se ha echado a perder. Tenía, al lado de la plaza, la panadería más conocida del pueblo. Cuatro generaciones de panaderos levantándose a las doce de la noche. En su bajo había cientos de miles de euros de inversión, los que valen las panificadoras, amasadoras, hornos y frigoríficos. Todo inservible. Su seguro era básico y Nacho ya sabe que no le van a pagar, ni de lejos, por todo lo perdido.
“Por muchas ayudas que me den, yo no puedo volver a pagar esto, solo uno de los hornos vale casi 10.000 euros”. Lo tiene clarísimo: “Ya tengo el currículum hecho y he empezado a buscar trabajo, a ver qué sale, se acabó el horno”. Pese a que ganaban muy bien con el negocio, es una vida “dura, casi no he visto crecer a mis dos hijos” y tener que rehacer todo de nuevo no le compensa, pese a que su padre “insiste” en que no dejen perder 40 años de negocio familiar. En su caso también hay un trauma. Su mujer, Inma, no quiere saber nada de volver a esos locales. Salvó en uno de ellos la vida de milagro, la riada le pilló en la tienda y tuvo que salir nadando. Consiguió agarrarse a un cable de la calle. De ahí, a un toldo. Gritaba pero nadie la oía. “Al final me vieron con una linterna. Me tiraron una sábana pero yo ya no tenía fuerza para subir, estaba helada. Luego me lanzaron una escalera con una sábana, pero cayó a la corriente”. Acabó agarrada a un árbol y fue, milagrosamente, rescatada por vecinos.
Han decidido cambiar de vida a raíz de la riada, “genera un poco de miedo, la verdad, pero algo nos saldrá”, dicen mientras los vecinos se les acercan y charlan. De momento, han cedido uno de sus locales para que haga de punto de reparto en el pueblo, un lugar al que se acerca cada pocos minutos la gente a 'comprar'.
Las que no tienen claro qué harán con su vida son Sandra y Eva. Tienen una cafetería y pastelería en la plaza, Naticrem, que era el punto de encuentro de mucha gente mayor. “Se nos ocurrió cerrar por la tarde el día 29 porque vimos por las alertas que venía mucha lluvia, y menos mal, porque nos habríamos encontrado aquí dentro con personas de más de 70 años y a ver cómo nos habríamos salvado. Tampoco llevamos al niño al colegio”, cuenta Sandra. Toda la maquinaria y el local, unos 200.000 euros de inversión, se ha ido al garete, aunque han tenido que seguir pagando este mes los 1.400 que les cobran por el alquiler. “Ten en cuenta que solo una cafetera buena cuesta 5.000 euros”.
“Dependiendo de las ayudas, veremos, pero es que aún estoy pagando ayudas de la pandemia”, cuenta esta hostelera que se lanzó al sector a los 21 años y que tiene una bebé de dos meses y un hijo de cinco. A la niña la tuvieron que llevar a casa de sus padres los primeros días porque en Catarroja pasaron días sin luz ni agua, y necesitaban calentar el biberón. “El día 30 de octubre cogí una bici y con el fango por la cintura fui a ver si mis padres estaban bien, porque no había teléfonos. Escalé coches. Esto era la guerra, me quisieron robar la mochila”, recuerda aún impresionada. Cuando fue a ver su local, que tenía una terraza con una gran carpa que se llevó el agua, no pudo entrar por el barro que bloqueaba la puerta. “Aquí nos lo hemos limpiado todo nosotras y los voluntarios. Entraron un día los bomberos a levantar esta máquina porque es pesadísima, y ya”. Como todos los trabajadores de la zona cero están en ERTE y, como todos los empresarios y autónomos de la zona muestran escepticismo sobre las ayudas que van a recibir, cuyo plazo de solicitud acaba de abrirse. La ausencia del Estado en los primeros días de la catástrofe ha hecho mella en su confianza.
Además de los ERTE, el Gobierno central ha abierto líneas de ayudas para empresas a fondo perdido, se están condonando recibos de agua y también habrá ayudas para casa, coche y enseres, además de lo que pague el consorcio de seguros. En algunos casos todo esto cubrirá lo perdido. En otros, muchas de las empresas creen que las cuentas no saldrán. Hay quien ha visto la luz y quien está agotado, demasiado como para empezar de cero profesionalmente. Sandra espera a conocer el saldo final de las ayudas para decidir si abre, si se hace con un traspaso a otro local más pequeño, o si cambia de rumbo su vida. “Aún lloro mucho. Pero mira, tengo dos manos y voy a salir adelante”.
Al salir de la plaza, un río de gente baja y sube por la rambleta, donde estaba el instituto de secundaria y que ha cerrado. Algunos estudiantes están en modalidad online, otros no tienen colegio, como un niño que juega con una pala y su padre en el centro neurálgico de Catarroja, hoy un fangal. Hay militares y bomberos por todas partes. Hay mucho, pero aún no hay casi nada.
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