Esa fue la pregunta que presidía un reciente debate-coloquio, aunque referida a la ciudad de Valencia.
Sabemos perfectamente, desde hace muchos años, cómo y por qué nos movemos y qué es lo que hay que hacer para reconducir la situación por otros caminos de racionalidad.
No es ya tiempo de insistir en que el modelo de movilidad de nuestras ciudades, la forma en que una minoría motorizada ocupa de manera hegemónica el espacio público urbano, resulta dañino para la salud, para la convivencia, para la sociabilidad, para el comercio y para nuestro patrimonio común. Un nuevo paradigma que cuenta con numerosas pruebas científicas, avaladas por numerosos estudios y publicaciones, ha derribado los falsos supuestos de la llamada “ingeniería de tráfico”. Contrariamente a lo que sucedía en los años de bonanza del siglo XX, casi nadie defiende hoy el viejo modelo. Algo hemos avanzado.
La clave, sin embargo, no desvelada todavía, está en averiguar el alcance de las facturas que venimos pagando, una parte de las cuales se oculta bajo falacias como progresos o defensa de derechos individuales. Sí, durante mucho tiempo, el aumento del parque de vehículos iba asociado al crecimiento positivo del PIB, a la modernización de la sociedad, a la activación de la economía, al derecho a la libre circulación, soslayando sus gravísimos impactos, sobre sus inasumibles costes. A pesar de ello, en tiempo de recortes, año tras año se mantienen los planes de la administración para subvencionar la renovación del parque automovilístico y para seguir alimentando el atractivo de nuevas infraestructuras viarias.
Hemos dedicado mucha energía en los últimos años, intentando convencer sobre las bondades del caminar, las ventajas del transporte colectivo sobre el individual, de la eficiencia de la bicicleta en los desplazamientos urbanos. Se trata de asuntos harto contrastados, bien documentados, pero que sin embargo –salvo en muy contadas excepciones- siguen sin penetrar en las políticas públicas con la profundidad que se merece.
Pongámonos manos a la obra para levantar el velo sobre el enorme disparate que supone seguir manteniendo un modelo caduco que mata a la gente y destruye la ciudad. Averigüemos cuáles serían los beneficios económicos, ambientales y sociales de un cambio de actitud, de un arrinconamiento de las viejas políticas para, a continuación, imponer limitaciones y peajes adecuados para repercutir sobre los usuarios los costes externos que genera el uso del vehículo privado en las ciudades. Es preciso conocer el balance y mostrar que hay maneras de hacer frente a la crisis generando importantísimos ahorros en salud y bienestar, que se pueden poner en práctica de manera inmediata.
Hay beneficios fácilmente monetarizables, que tiene que ver con los ahorros en la factura energética, en la disminución de las emisiones, o con el confort de las ciudades, incluso con los ahorros en víctimas y en enfermedades relacionadas con la contaminación del aire y el ruido, con el saneamiento de las cuentas de los transportes colectivos, con la reactivación del comercio local…
Otros beneficios, los que inciden de manera determinante en el uso social del espacio público, serán objeto de otro tipo de análisis. Se trata de recuperar valores cívicos como la sociabilidad, el intercambio, el paseo, el juego en la calle, la revalorización de nuestro patrimonio o la autoestima por la propia ciudad.
No tiene sentido forzar el tópico del círculo vicioso, reclamando previamente las mejoras en los servicios de transporte colectivo para después empezar con las restricciones al privado. Pues no todos los desplazamientos en vehículo privado han de mantener la condición de motorizados en un nuevo horizonte: estamos permitiendo trayectos en coche que, por su longitud, son fácilmente sustituibles por la bicicleta o a pie, por citar los casos más llamativos.
Empecemos por restringir, poco a poco, pero de manera decidida, como han hecho otras ciudades, Copenhague por ejemplo. Será entonces cuando los hábitos tendrán que cambiar y serán entonces los nuevos viandantes, los nuevos ciclistas, los nuevos usuarios del transporte colectivo, los que exigirán mejoras generales y facilidades para caminar, para pedalear o para usar el bus. Nuevos sectores sociales se incorporarán a esas reclamaciones y quizás tengan más éxito que las capas menos afortunadas que ahora padecen de manera resignada las limitaciones señaladas.
La reconquista del espacio público de nuestra ciudad exige un cambio cultural en todos los niveles, empezando por los responsables públicos, continuando por los técnicos que gestionan ese espacio y terminando por instituciones y ciudadanos. Pero ese cambio cultural solo se forzará si presentamos de manera clara y bien documentada el libro negro sobre la profunda crisis de nuestro mejor activo urbano, el espacio público.