He de reconocer que no soy músico profesional, pero sí un empedernido melómano desde la infancia e incluso he impartido sesiones de musicoterapia. He escuchado concentrado y activamente miles de obras de diferentes estilos, siendo la música clásica, el pop, el rock, el jazz, la bossa nova… los géneros que más he visitado. Abierto siempre a nuevas experiencias musicales hubo un tiempo que me centré tozudamente en los compositores de la música clásica contemporánea, esa ‘música rara’ que, compositores sabios en musicología, elaboraron durante los años 40 al 70 del siglo pasado, más o menos. Estoy hablando de compositores como Stockhausen, Xenakis, Berio, Schaeffer…, es decir los compositores que quisieron ir más allá del dodecafonismo, rompieron con la música tonal y politonal, y con la melodía, y crearon la música serial, la estocástica, la concreta, la electrónica, la aleatoria, la electroacústica, el conceptualismo… Nunca me convenció esta música y siempre sospeché que, en este caso, no sería aplicable la situación de que al tiempo serían reconocidos y escuchados con placer por un amplio público como les había ocurrido, con algunas de sus obras, a los clásicos hasta el siglo XIX. Al poco tiempo, digo: es decir, no más allá de diez años de su estreno. Eso le ocurrió, por ejemplo, a La Consagración de la primavera de Stravinsky que tras la sorpresa por su trepidante ritmo y el interrumpido pataleo del público en su estreno, muy poco después se le reconoció como lo que es: una genialidad embriagante (por cierto, se ignora que en el fondo las protestas vinieron más por la coreografía rompedora que para este ballet había realizado Nijinsky –que el público consideró muy obscena-). Incluso no se tardó más allá de diez años en reconocer como pepitas de oro relajantes la música dodecafónica de Webern.
Han pasado más de sesenta años y la música atonal de los compositores más arriba citados sigue siendo rechazada por el 99’99% de la gente. Aburre sobremanera cuando no da dolor de cabeza. Ha sido una vanguardia decadente y efímera. El gran director de orquesta Beecham, a la pregunta sobre si había escuchado alguna vez a Stockhausen respondió: “No, pero lo he pisado”; el propio Picasso de la música, el gran Stravinsky, dijo de él: “Encuentro la alternancia de grupos de notas y silencios que le caracteriza más monótona que la más aburrida y cuadriculada música”. Y no recuerdo ahora quién manifestó: “El sonido emitido por un huevo al freir no es música, pero si lo graba Stockhausen, eso ya es música”. La prueba del fracaso es que esas obras no se programan en las salas de conciertos (o todo lo más alguna pieza excepcional y corta entre dos obras de los grandes clásicos por todos reconocidos). Y nunca vendieron: fueron músicos subvencionados desde el Estado. Tampoco se encontraban en los estantes de las tiendas y yo solo conseguí en París algunas de las más reconocidas por los expertos en esas músicas. Algo, pues, falló. Falló el alejamiento prepotente de estos compositores con el público, el que la cosa tuviera valor en sí y que espectador pudiese decodificarla y recrearla en su memoria. No hubo “sensibilidad”, palabra que cubre un grupo de contenidos que la música no puede obviar: lo sensorial, lo sensitivo, lo sensato lo sentimental y lo sensacional junto con lo sensual. Hubo indagación por indagación de sonidos muchas veces aleatoriamente.
A mi juicio todos esos compositores no fueron artistas sino experimentadores e investigadores de sonidos. Antepusieron el razonamiento conceptual para a posteriori integrar los sonidos. Iban a remolque de sus previas elucubraciones discursivas y matemáticas. No había inspiración creadora. No hay belleza, sino pruebas. Y al poco ese arte moderno se divorció del público y sus vanguardismos dejaban muy poco espacio para avanzar. Ellos justificaban sus obras diciendo que estaban representando la realidad de su tiempo, el reflejo de la realidad, su caos. Vano razonamiento. Si la realidad es encantadora –el canto de los pájaros en que se inspiró Messiaen- es maravilloso que se imite, pero copiar el ‘fango’ y la ‘cochambre’ ruidosa para reflejar nuestro tiempo es una estupidez por mucho que esté en el ambiente estresante de nuestras ciudades. Decía Leonardo da Vinci –también compositor- que la misión del arte es competir con la belleza de la naturaleza hasta ganarle con ingenio y maestría. Es un complemento de la realidad porque ésta con salir de casa ya la tengo. Que no vengan pues supuestos críticos expertos en música clásica contemporánea diciendo que “lo que pasa es que usted no entiende”. La buena música no hay que entenderla, sino debe emocionarte, abrirte caminos de placer, llevarte más allá, hacerte vibrar y trascender, fascinar.
Esas masas sonoras atronadoras que in crescendro de Xenakis en Metastasis u otras monocordes electroacústicas que acaban por atravesarte el tímpano; esa obra conceptual de Cage que consiste solo en silencio razonando que su importancia se obtiene más del ‘marco significativo’ que del contenido de la obra. Ese lío de sonidos disparatados y sin melodía de Stockhausen en El canto de los adolescentes o en Helicopter-streichquartett (donde cuatro violinistas –uno en cada helicóptero volando- al sonido desagradable de las alas dan cada cierto tiempo grititos). Ese aturdidor Concierto de ruidos de Schaeffer –mezclando grabaciones- o su Estudio sobre caminos de hierro realizado a base de sonidos de trenes (también hay una obra que tal cual reproduce un embotellamiento de coches tocando el claxon). Es cierto que todo arte requiere un aprendizaje, pero está estudiado desde varias escuelas de psicología y pedagogía musical los límites humanos de la comprensión y aceptación de secuencias melódicas y armónicas, del desarrollo y “tempo” rítmico, de la discriminación tonal… Se ha medido también desde la fisiología la respuesta emocional de numerosas personas ante diversas músicas, sus cambios en la circulación sanguínea, en la conductividad y temperatura cutánea, en la respiración… Se han realizado también desde la neurociencia a personas, mientras escuchaban músicas, electroencefalogramas, tomografías por emisión de positrones escaneando el cerebro, resonancias mágnéticas y tomografías axiales computerizadas. Con todos estos estudios, desde psicológicos hasta neurológicos se saben qué emociones corresponden a niveles en esos parámetros según sea el tempo y la clave de la música, su armonía, su timbre y color, su melodía y su ritmo. Se ha comprobado con todas estas pruebas de diferentes disciplinas que al oír las disonancias de esta música que aquí criticamos se activan las áreas del sistema límbico, se produce malestar, aburrimiento, sensaciones desagradables y hasta pánico en los niños. El umbral de sonidos aceptables por nuestro cerebro se ha medido. Se sabe que el equilibrio entre la simplicidad y la complejidad, la creación metódica de esquemas reconocibles -aún con elementos de sorpresa y a pesar de la diversidad de dominios estéticos- es lo que hace que una música guste. Los esquemas enmarcan nuestra percepción, nuestro procesamiento cognitivo y preservan nuestro ‘yo armónico’. El buen compositor tiene que conseguir emplazarnos en un viaje armónico, en un estado de confianza y seguridad, llevarnos a un ambiente de atención en la que el cerebro del oyente va pensando por delante cuáles son las diferentes posibilidades para la nota siguiente, hacia dónde va la música: y es de repente cuando surge un elemento de sorpresa que nos crea una recompensa, de tensión-distensión, un ‘punto dulce y fascinante’ que culmina nuestras expectativas. Hay quienes incluso han postulado que, como en el lenguaje, es muy posible que poseamos algún tipo de “gramática universal” musical innata. Y ahí la atonalidad y todas sus secuelas vanguardistas no entran ni con calzador. Si una música es disonante ‘absurda’, ‘divagatoria’, extravagante, ‘amorfa’, imprevisible, sin ninguna frontera, sin principios ni fines que la hagan parecer parte de un todo coherente, o puros ruidos desordenados, el cerebro la rechaza, se le convierte en impenetrable, hasta le produce dolor de cabeza. Eso fue la mayoría de la música clásica contemporánea, de la vanguardia de posguerra, que con cara de palo escuchaban los pocos “entendidos” y los bobos pseudointelectuales. Paradójicamente, esa música se convierte también en sosa e insulsa, y ni la guardamos en el recuerdo.
No conozco ningún pensador del siglo XX que escuchara esta música y menos que confesara que le gustaba. A Einstein le gustaba Mozart y Paganini, a Piaget Mozart y Bach, Adorno y Dewey fueron grandes melómanos, a García Márquez le encantaba Santana. A Murakami el jazz y el blues; a Borges la milonga, el tango pendenciero, Piazzolla, Brahms, The Beatles, The Rollings Stones y Pink Floyd. A nuestro Joan Fuster la música barroca, algo de la clásica y hasta Stravinsky. Podría seguir con otros. Son todos sabios de la generación de los vanguardista de los 50-70: ninguno les cita y alguno manifestó que eran una tomadura de pelo. Noam Chomsky apoyó La Teoría generativa de la música tonal del compositor Fred Lerdahl. La música atonal, desde esta perspectiva, sería simplemente ruido cognitivo amparado en discursos pedantes de la teoría cuántica, del cálculo de probabilidades, de la geología y hasta de la astrología y la acupuntura. Las cosas han vuelto poco a poco a su cauce y se reivindica nuevamente desde la clásica contemporánea la melodía y armonía. Philip Glass, cuando su minimalismo se hizo cansino realizó una personal versión de Héroes y de Low (y para mí es su mejor composición) de David Bowie. Por otra parte cada vez el mestizaje y las fusiones, así como orquestar grupos de pop o rock es habitual. Ya pocas personas que prefieran la música clásica miran por encima del hombro a quienes prefieren otros estilos. Hay música buena o mala, que te gusta o que no, al margen de su estilo. Este artículo lo he escrito escuchando a Miles Davis, y a Bruckner. Ahora descansaré con Jobim y Vinicius. Allá el masoquista que soporte a Stockhausen.
*Carles Marco es psicólogo y pedagogo