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La Nau desconcertada

Miro a La Nau y pienso que esta augusta dama debe estar desconcertada. No porque sus 94 años le nublen el juicio, sino porque no parará de preguntarse a santo de qué luce afeites de perfecta anfitriona engalanada cuando los invitados nunca llegan. Debe también la Señora Nau estar herida de orgullo; ella, que no hace tanto acogía en sus salas obras de Irene Papas a tres millones de euros, escenografías de Calatrava que cuestan 85.000 euros mantener y reparar.

Quizás piense esta reina destronada, mientras aguarda recuperar su corona, que su destino es pasar de gloria en gloria entre baches de pena. De este modo, cuando echa la vista atrás, se recuerda a sí misma, allá por 1919, viendo por vez primera la luz de una jovencísima ciudad que crecía en su forja de hierro envuelta en el sueño del progreso industrial. Y se ve altiva, catedral fabril de ladrillo y amplias vidrieras diáfanas, ofrendada al Dios Metal, acogiendo en sus inmensas capillas muchos cientos –alguna vez un millar- de obreros afanados en el culto fervoroso de la calderería, la reparación, la fundición y el ajuste.

Su juventud, sin embargo, se le asemeja más a una montaña rusa de incierto recorrido, con sus vagones circulando arriba y abajo, por las montañas del avance de Altos Hornos y los valles cavados por la crisis de los 30, la Guerra Civil –donde una Nau más belicosa que nunca se pone al servicio del bando republicano formando parte de la Fábrica número 15 de la Subsecretaría de Armamento- y la dura posguerra.

De su madurez, ya acabando la década de los 60, se recuerda como madre orgullosa del progreso alcanzado por sus hijos, los miles de trabajadores que empiezan a dejar a atrás la miseria de las eternas jornadas a sueldos paupérrimos, las estrecheces de las viviendas de obreros –tan distintas y distantes de las de los ingenieros-, la férrea separación de clases que los segregaba en los actos y las celebraciones de una ciudad que ha nacido y crecido regada por su propio sudor en el infierno de los hornos.

La alegría no dura demasiado: Doña Nau empieza a peinar sus primeras canas y se siente títere en ese teatro de crisis y reconversión industrial en el que otros manejan los hilos y cuya escena final es el cierre de sus puertas, en 1984. Curiosos los avatares de su historia, en ese año la dama cumplía justo sus 65 años, la edad de jubilación.

Se comparaba entonces la anciana con el arpa becqueriana, “de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo”, esperando la mano que supiera arrancarle unas notas, sacarla de una vejez decrépita y solitaria. La mano llegó, para sumirla en un sueño de tercera edad dorada en los comienzos de un siglo XXI que prometía muchas luces: más de 30 millones de esa nueva moneda llamada euro sirvieron para poner de punta en blanco a la primera actriz de la Ciudad de las Artes Escénicas.

Y piensa ahora esta diva venida a menos que no podía ser otra cosa sino sueño esa Ciudad fantasma; que lo que se le aparecía como teatro principal nunca dejó de ser el esperpéntico guiñol donde los que mueven los hilos no se cansan de jugar con ella. A uno de ellos lo llaman SEPI y vive en Madrid; es su padre pero no la mantiene. Eso lo hace otro de los manejadores de títeres, su padrino, que vive en Valencia y que no la confunde menos que su progenitor, pues va cambiando de nombre (antes se llamaba Fundación Ciudad de las Artes Escénicas y ahora Generalitat a secas) y va derrochando dinero sin un resultado cierto. Más sorprendida que halagada se siente ella por los 25 millones que su padrino debe a los bancos, o por los 300.00 euros que repartió entre sus empleados antes de dejar de llamarse Fundación, o por el hecho de que familiares de los poderosos, como la cuñada del ex presidente Camps, se sentasen en sus sillones de mando. Como colofón a la patética función, este padrino excéntrico e inconstante se ha cansado de ser generoso y quiere que el madrileño corra con los gastos de la ahijada.

A veces la marioneta mira al público con cierta esperanza, entre las sombras hay espectadores que no aplauden y lanzan gritos, piden que dejen a la Nau ser protagonista de otras obras: conciertos, ferias, actos sociales, culturales…

La Nau se siente sola, aunque no única, cerca de ella otro títere se deja manejar: es el Almacén de Efectos y Repuestos, otro anciano de esplendoroso pasado siderúrgico al que también le han hecho un lifting de lujo de 1,7 millones. A él le han prometido que será Museo Industrial y ella teme lo peor, porque el viejo luce nuevo rostro desde hace más de un año y sus taquillas no se han abierto.

No le consuela a la añosa señora que los jóvenes no corran mejor suerte que los viejos: cuentan que en tierras no muy lejanas, han bautizado a un aeropuerto bebé y luego lo han dejado sólo…

Yo miro a La Nau con los ojos empañados y me resulta de un sarcástico contraste llorar el abandono de un lugar en perfecto estado; los románticos lo tenían más fácil para evocar la nostalgia de grandezas perdidas en sus composiciones a las ruinas. Será que el destino de las piedras es formar parte de ruinas, y si en Sagunto los edificios romanos son ruinas de cuerpo, en el Puerto, edificios como La Nau lo son de alma.