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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Mi nombre es Mercedes

Estamos metidos de lleno en otra nueva revolución industrial, o algo parecido. La economía colaborativa y la robotización van a esquilmar empleos y van a agitar trabajos que existen en la actualidad; los limpiabotas ya fueron extinguidos hace años. Los bancos ya han comenzado a hornear otra tanda de despidos masivos. Muy pronto nos sentaremos frente a un cajero automático que leerá nuestro estado de ánimo por reconocimiento facial antes de renegociar la hipoteca. Pasado mañana nos atenderá por videoconferencia una señora con acento mexicano, afincada en Oklahoma, que trabajará para el Banco Amazon.

El taxi que pillamos en una app pertenece a un señor bien colocado en la lista Forbes. Su fortuna se debe a que tiene el desván de su casa repleto de ordenadores que parecen tragaperras. Cada vez que activamos el móvil estamos rebozando en dólares a unos cuantos nuevos ricos que nos atiborran de servicios inútiles disfrazados de prosperidad. Unos tipos que, precisamente, tributan solo una cantidad simbólica y que con el resto del botín de los beneficios desembarcan, en bermudas y chanclas, en un paraíso fiscal. Los papeles de Panamá demuestran que los que pagamos nuestros impuestos les estamos costeando los servicios públicos a los que evaden su dinero, que son, paradójicamente, algunos de los que se han lucrado con las privatizaciones.

Hay universitarios recién graduados que no saben que quieren ser de mayores; por el contrario, hay jubilados asomados a las pocas obras públicas que se acometen que ganan más que los que empuñan acalorados un pico o una pala en una zanja abierta en la calle. Estamos asistiendo a unos cambios tan profundos que ni tan siquiera nos da tiempo a actualizarnos o a formatear nuestra mente. El 45 por ciento de las tareas actuales son susceptibles de automatizar. La inteligencia artificial ha llegado para quedarse. Este cambio drástico en la forma de ganarnos la vida, de compartir coche y casa, de vivir más años, de trabajar más por menos y de consumir frenéticamente recostados en el sofá puede dejarnos un poco descolocados. Dicen que los jardineros, fontaneros o cuidadores de ancianos y algunos más pueden salvarse del cataclismo laboral. Los más jóvenes están aprendiendo que no tendrán un trabajo para toda la vida; tendrán, si acaso, muchos minicurros. La aspiración última de cada habitante de este universo capitalista, tener casa y coche, ha sido dinamitada.

“Buenas tardes, soy Mercedes…” Me llama una teleoperadora de una empresa de demoscopia para una encuesta electoral. Ella me ha devuelto a la realidad cotidiana. Para el sondeo le interesan jóvenes de 18 a 23 años, vete tú a saber por qué. Conmigo hace una excepción. En la campaña electoral, los políticos de turno nos van a prometer dos imposibles: nuevos empleos y rebajas de impuestos. El mundo está cambiando de forma vertiginosa. Para votar en el referéndum de Podemos bastaba tener móvil, pese a que la vieja política todavía se resiste a morir. Nuestro teléfono inteligente sirve igual para pedir unas pizzas que para jubilar a Rajoy. “¿Recuerda a quién votó en diciembre?”, me pregunta Mercedes. La política colaborativa se va a abrir paso. Los que serán elegidos en las elecciones de junio, si alguien no lo remedia, no saben aún la que les espera.