Hace pocos días, un amigo empleó la mejor metáfora posible para describir el mundo al que saldremos pasadas las fases de rigor. Dijo que esta cuarentena es un tsunami, tras el cual saldremos del refugio que nos protegió y veremos los restos de aquello que quede en pie. Hace pocos días se cumplieron 75 años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y me pregunto qué vimos los europeos por aquel entonces.
En Europa, el modelo a distintas velocidades que llevamos practicando en la última década se tambaleó frente a cualquier desafío. Fue incapaz de responder como es debido ante la crisis migratoria. Ocurrió poco después de reafirmarse como un proyecto dispar con la crisis del 2008: entre norte y sur; entre los poderosos y la mayoría social. Desde la Segunda Guerra Mundial, nuestro continente no había sido golpeado tan fuerte como ahora. Al cumplirse 75 años desde la capitulación de Alemania y la victoria aliada, no debemos olvidar que el esfuerzo europeo por consolidar un estado del bienestar, social y amplio, fue lo que nos sacó de la oscuridad en la segunda mitad del siglo pasado.
Pero en nuestra “vieja normalidad” jamás estuvimos por la labor. No volveremos a ella y me parece bien que así sea. Porque permitimos a demasiados ídolos, nacidos de la noche a la mañana, especular con la vida de tantas familias trabajadoras en este país. Especularon con el futuro de tantos jóvenes, en muchos casos hasta arrebatárselo, con nuestras finanzas o con la dignidad que los trabajadores merecemos incluir en la lista de nuestros derechos laborales. ¿Cuánto tiempo llevamos siendo esclavos de la libertad que nos han redefinido hasta cansarse? O peleando entre nosotros por un trozo de este valioso elixir, su particular libertad, mientras para ellos no ha habido reglas. “El Gran Confinamiento” es el nombre que han elegido para llamar a la siguiente crisis que los más vulnerables de la sociedad debemos volver a pagar. Preferiría llamarla “La Gran Revelación”.
Si aún queda gente incapaz de ver las diferencias marcadas que ponen en peligro nuestro futuro, ha llegado el momento de presenciar un mundo al que ya no le quedan máscaras que ponerse. Dentro de la misma familia europea, los Países Bajos se opusieron a una ayuda común para España o Italia. Otros votaron Brexit o a partidos de extrema derecha para “recuperar su patria”, pero están llenando aviones con jornaleros del este que trabajan sus campos en plena pandemia. Hasta hace dos meses, Vox y su reforzado mandato popular (construido a base de mentiras) había tenido un recorrido muy dulce y sin necesidad de hacer oposición real. Cuando pase el tsunami, al que cada vez le quedan menos fuerzas, los millones de españoles que confiaron en ellos habrán comprobado que no son más que la misma derecha de siempre para los de siempre. Puede que con una gran diferencia: su vulgaridad, falta de integridad y desesperación por formar parte del mundo de Trump.
Veremos cómo tantas banderas en los balcones de la vieja normalidad no nos hicieron mejores. Tampoco nos construyeron camas UCI ni dieron demasiados dolores de cabeza a los líderes irresponsables. De la complicada realidad que nos llama a la puerta solo espero un poco más de perspectiva. No estaría de más abandonar los debates inútiles que nos impiden ver los verdaderos problemas. Porque en la periferia europea la factura siempre nos llega a los mismos desafortunados. Y esta no será una excepción, es más, diría que es algo más exacto que las matemáticas.
Durante esta cuarentena va quedando muy claro quién mira por los demás, pero preocupan las divisiones, los dichosos debates inútiles y la complacencia que nos nublan la vista. Quienes pusieron al volante al líder xenófobo húngaro, Viktor Orban, reciben hoy un decreto que anula su parlamento y le convierten en dictador indefinido con la excusa del estado de alarma. Millones de británicos no creyeron que Boris Johnson y su Brexit fuesen un invento elitista contra los servicios públicos y la clase trabajadora. Sin embargo, “Bojo” fue el último líder europeo en imponer medidas, intentó seguir adelante sin cuarentena (para salvar a las grandes empresas que evaden impuestos) y hoy es responsable de la mayor cifra de fallecidos en Europa. Con la izquierda expulsada del Partido Laborista y sin oposición, su sociedad y escenario político no son más que un gran proyecto de relaciones públicas para lavar su imagen y proyectar una versión de los hechos.
Emily Maitlis, presentadora del BBC Newsnight, dijo en directo hace algunas semanas que su primer ministro miente y no estamos todos en el mismo barco. Afirmó que el confinamiento es más duro para quienes vivan en pequeños bloques, y que los transportistas, vendedores o enfermeros son los peor pagados pero los más expuestos. Dijo que es más difícil si eres pobre e hizo referencia a que el lenguaje del virus es engañoso. “El carácter fuerte no nos saca de esto, como nos dice el primer ministro. Es un mito que debe deshacerse en pedazos”, añadió. Necesitamos más Emily Maitlis, sin duda. Para ser sincero, dudo mucho que el jefe del gobierno británico haya enfermado por el virus, y no somos pocos en el club. Una vez más, en la vieja normalidad uno cosecha lo que siembra, por ello alguien que lleva toda su vida evitando responsabilidades lo hará sin dudar cuando se vea en un apuro como este.
Tras la Segunda Guerra Mundial, nuestro continente se dirigió hacia el periodo más próspero de su historia. No fue posible lograrlo sin las medidas sociales más revolucionarias que se recuerdan; desde los criticados sistemas sanitarios públicos hasta nacionalizaciones de sectores clave, servicios universales y derechos que elevaron nuestro nivel de vida y vieron nacer la sociedad del bienestar. Como hoy, estas medidas recibieron fuertes criticas. Pero cambiaron tanto la vida de las personas que ni siquiera la derecha volvió a atreverse a ponerlas en duda al llegar al poder. Tenemos mucho más que decir de lo que creemos. Soy de los que piensan que Europa llegó tarde y necesita poner mucho de su parte para reducir las distancias creadas. En esta crisis entró cada estado de manera individual, algo que no ocurría desde hace décadas. Una nueva realidad europea está muy cerca y la postura adoptada por cada uno marcará también como será su nación al salir.
España tiene el potencial suficiente para aumentar su voz en la nueva Unión Europea que sobreviva al coronavirus. Es el momento de seguir luchando contra viento y marea por otro modelo de país y continente. Uno en el que la seguridad de las personas y la riqueza común vuelvan a sacarnos de la oscuridad, como sucedió en 1945. Aunque tarde en hacer efecto, es la hora de insistir en un vínculo más fuerte en el sur y en los proyectos que nos unen a las periferias. Del futuro cercano, ese que tanto nos asusta, no espero más que haber aprendido alguna que otra lección colectiva como europeos.
Espero que escuchemos los problemas de los demás, por muy duros que sean. Y que no volvamos a dejar pendiente aquello urgente e indispensable para la vida de la mayoría. No nos conviene la misma normalidad, porque ya hemos comprobado que de normal tiene poco. Queremos una normalidad que premie a los trabajadores clave, los que hoy nos salvan la vida y se la juegan a diario para que sigamos adelante. Todos ellos merecen un futuro en el que por fin sean los protagonistas y reciban algo más que inseguridad y dolor. Merecemos una nueva normalidad política donde quepan todos ellos, no solo unos cuantos hijos de gente importante. La normalidad en la que habrá sitio para todos se preocupará también por una revolución industrial verde y por cuidar nuestro planeta. De paso, podríamos estar más atentos para que durante las crisis futuras Jeff Bezos o Bill Gates no multipliquen sus fortunas y nadie se lucre con nuestro sufrimiento.
Quienes nos gobiernen ahora y en el futuro, sin importar las siglas, tienen dos opciones inescapables. Una es apostar de una vez por las generaciones que han pagado demasiado y que ahora volverán a luchar por forjarse un futuro inestable, por segunda vez en una década. Esto pasará por cuidar, venerar y proteger las ayudas a la vivienda, límites al precio del alquiler o el ingreso mínimo como si de las políticas de la post-guerra europea se tratase. La alternativa es seguir dándoselo todo a unos pocos, a esos aficionados a jugar al póker con nuestras vidas. Es evidente qué opción aportará más a nuestras sociedades, pero necesitamos ser rescatados después de tanto tsunami. Siento llevarle la contraria a un genio como Rafa Nadal, pero solo espero que la nueva normalidad no se parezca demasiado a la misma de siempre. Por un estado del bienestar intocable que no entienda de partidos ni crisis. Por una nueva normalidad desde abajo.