Hace muchos años, cuando la adolescencia despierta esas primeras inquietudes vitales que si no les pones remedio te amargan el resto de la vida, un amigo y yo decidimos alegremente firmar un pacto con el diablo. Al ignorar por completo cómo era eso de invocar al demonio y como yacer con un macho cabrío era una perspectiva que no nos terminaba de seducir, optamos por dejarnos llevar por nuestras primeras influencias literarias. Así que animados por Baudelaire y unos tragos de absenta, comenzamos a recitarle letanías al Ángel más bello y sabio, al Príncipe del Exilio: “Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!”
Patético, pero cierto. Es lo que tiene el mal de letras, que si te descuidas te deja en la más terrible de las evidencias; y si no que le pregunten al bueno de Alonso Quijano o a la pobre señora Bovary. Porque resulta que al final todo es más sencillo, incluso para entrar en comunicación con Belcebú: no es necesario firmar con sangre, ni levantar cruces invertidas, ni sacrificar vírgenes o niños, ni recitar letanías de Baudelaire; basta con rellenar un formulario y presentarlo en el registro correspondiente. Es lo que ha hecho un grupo de jóvenes universitarios que acaban de constituir la primera asociación española de satanistas. Y hasta han realizado ya un primer cónclave, con carnosas tentaciones y manzanas del pecado incluidas.
Fieles a las doctrinas satánicas, en aquella cita negra no corrieron ríos de sangre sino arroyos de vitalismo e invitación a la alegría, al goce y a la tolerancia. Vamos que lejos del imaginario siniestro de una misa negra, su reunión parecía más bien una acampada del 15M con attrezzo gótico; y bastante light, por cierto, como corresponde a estos nuevos tiempos. Sin embargo, eso no impidió que a las puertas del local donde se celebró la satánica actividad se congregara un grupo de píos ultracatólicos rezando el rosario y lanzando vivas a Cristo Rey crucifijo en mano para exorcizar a unos asistentes más pasmados por los desvaríos de aquellos integristas que excitados ante su inminente encuentro con Lucifer.
El caso es que España ya tiene oficialmente sus satanistas. Supongo que es una evidencia más de esa nueva cultura que se avecina con el posible gobierno progresista y que tanto espanta al cardenal Cañizares. Seguro que, de haber podido, el arzobispo valenciano se habría plantado en el local para disolver en persona tan disoluto aquelarre armado con dos pistolas de agua bendita. Pero al buen pastor debieron retenerle otras obligaciones. O preocupaciones. Tal vez la perspectiva de otros pactos, más inquietantes para él que los firmados con el diablo o incluso aquel lejano contubernio judeomasónico y comunista internacional que tanto le sigue obsesionando. Me refiero, claro, al que según la prensa están negociando estos días la fiscalía para que el exdirector general de Canal 9, Pedro García, confiese la gran mordida de dinero público que supuso la visita del Papa a Valencia.
Los pactos es lo que tienen, que uno nunca sabe cómo pueden terminar, por muy católica, apostólica y romana que sea alguna de las partes contratantes. Unos salen bien, como aquel concordato firmado con los estertores del franquismo que le permitió a esa milenaria S.L., de cuyo consejo de administración es miembro Cañizares, convertirse en la mayor inmobiliaria del país, financiar la COPE con dinero público o controlar el suculento bocado de la educación privada, todo a mayor gloria del Señor. Otros acuerdos, sin embargo, los carga el diablo. Y los suscritos directa o indirectamente con el monaguillo Paquito Correa y la escolanía de la Gürtel pueden dejar a algún que otro monseñor con el culo al aire por muy larga que sea su sotana.
En cuanto a mi pacto con Satán, del que les hablaba al principio, la verdad es que nunca supe si llegó a consumarse. Solo sé que aquellas negras letanías me acabaron provocando un tremendo dolor de cabeza, aunque no logro recordar si fue debido a los efectos de la absenta o a los arrumacos de algún macho cabrío del que no quedó rastro alguno en mi memoria. Lo cierto es que no conseguí la eterna juventud, ni la sabiduría de Fausto, ni verme inmerso en un paraíso de placeres sicalípticos sin final. Así que mi escepticismo acabó muy pronto desplazando a mi ingenua fe en el Maligno. Eso sí, tengo que admitir que, a pesar de todo, cuando oigo algunas cosas, como las que dice monseñor Cañizares, no puedo evitar musitar para mis adentros: “Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!”.