Ciertos agentes mediáticos y creadores de opinión, así como una notable porción de las cabezas más reconocibles de la socialdemocracia española, parecen traumatizados por la amenaza de los populismos. Son periodistas, intelectuales y políticos que, en otro tiempo, empujaron a favor de la modernización y el progreso, pero que se han vuelto conservadores. De mentalidad, sobre todo, que es la manera de convertirse en conservadores de verdad.
Horrorizados por los populismos de extrema derecha de la Europa del norte y escandalizados ante los populismos de los nuevos movimientos de la izquierda emergente en la Europa del sur, en general, y en España en particular, se hacen en cambio los distraídos ante las nuevas derechas emergentes que tienen más cerca (¿es populista Podemos, pero no Ciudadanos?), y son incapaces de ver que el fenómeno ya estaba aquí, ya vivía entre nosotros con desfachatez. Los valencianos lo sabemos muy bien. El partido que ocupa el Consejo de Ministros, aunque sea en funciones, ha aplicado a la sociedad valenciana durante más de veinte años, entre aquello del “agua para todos” del principio y la impresentable ley de señas de identidad con la que se despidió de su mayoría en las Cortes, un tratamiento de choque de populismo excluyente, maniqueo, con la condición de valencianos monopolizada por una concepción sectaria de la colectividad.
El gran reto de los socialistas radica ahora en saber gestionar este nuevo escenario con la mirada puesta en el futuro. Es la condición de supervivencia que les presenta una nueva realidad marcada por el multipartidismo y la pluralidad. Y el gobierno de la Generalitat Valenciana, sustentado en un Acuerdo del Botánico que, más que un trance inevitable, se debe enfocar como una oportunidad, es un experimento fundamental. Es evidente que uno de los ingredientes de la receta, la coalición Compromís, no puede ser ventilado sumariamente como una fuerza populista, pero sí que es una opción emergente, y precisamente de la mano con Compromís trata de construir el PSPV-PSOE un discurso inclusivo de valencianidad que debería convertirse en el nuevo paradigma de la vida pública valenciana, generando un espacio identitario donde quepa la inmensa mayoría de los valencianos de todos los colores. Además, está Podemos, y no creo que se pueda decir que se está comportando entre nosotros de modo demasiado estridente.
Las frustradas negociaciones para formar Gobierno en Madrid han descartado la “vía valenciana” y han decantado el PSOE hacia Ciudadanos, en busca de un socio centrista que paradójicamente se afana por pactar con el PP. Es una disonancia grave entre lo que pasa en la calle y lo que se amasa entre las élites de poder. Hay miedo a acabar ahogados por una ola, la de Podemos, pero sobre todo la de las llamadas confluencias, que viene fuerte desde las ciudades, las sociedades más complejas y los ámbitos políticos más modernos. Y llama la atención la escasa predisposición de las cúpulas partidarias al diálogo, a encontrar puntos de contacto. Sería absurdo negar los componentes demagógicos y la irritante actitud de superioridad moral que exhiben a menudo los líderes de esta izquierda de nuevo cuño, pero también ignorar que las pulsiones sociales en las que arraiga surgen de problemas, agravados por la crisis, que la socialdemocracia no ha tenido el coraje de afrontar.
Tony Judt lo dejó escrito: “Los que afirman que la quiebra es del ‘sistema' o que ven misteriosas maniobras tras cada revés político tienen poco que enseñarnos. Pero la disposición al desacuerdo, el rechazo o la disconformidad –por irritante que pueda ser cuando se lleva al extremo– constituye la savia de una sociedad abierta. Necesitamos personas que hagan una virtud de oponerse a la opinión mayoritaria. Una democracia de consenso permanente no será una democracia durante mucho tiempo”.
La capacidad de indignarse es necesaria para “responder con energía e imaginación a los nuevos retos”. Transformar la indignación en una política para los nuevos tiempos no puede ser, no debe ser, solo patrimonio de los movimientos emergentes. La repetición de las elecciones generales, seis meses después de las anteriores, es una ocasión magnífica para consolidar una nueva agenda que saque la política del descrédito y el empantanamiento.