26 millones de hijos de puta
Menudo titular fuerte, podrían pensar algunos. Y sí es fuerte, máxime si somos conscientes de dónde se escribió y en el contexto en el que se escribió: en un grupo de WhatsApp de ex altos mandos militares donde se alentaba a fusilar a los que, supuestamente, iban a acabar con España, a los enemigos del régimen, a los que estaban pactando con los, según ellos, filoetarras, social-comunistas y bolivarianos. Y así estamos, tras más de cuarenta años de supuesta democracia, aún estamos con esta cantinela cuando hablamos de personas que, simplemente, reivindican la justicia social, el aceptar determinadas alternativas a lo dictado por la Constitución o cuando requieren una revisión del famoso “Régimen del 78”.
Acabo de volver a ver “La voz dormida”, película basada en el libro de Dulce Chacón, donde se ve, se huele y se palpa el sufrimiento de miles de mujeres que sufrieron la Guerra civil y, sobre todo, la posguerra, la represión, la anulación de su dignidad como personas porque eran mujeres, hermanas, madres de esos “hijos de puta”, de aquellos que siguieron luchando por los valores democráticos, por los derechos fundamentales, por todo aquello que sabían que se les iba a arrebatar con el régimen franquista. Y, efectivamente, se les arrebató. Muchos de ellos fueron fusilados y sus cuerpos duermen maltrechos aún en fosas, y muchas de ellas murieron ya, silenciadas por el miedo y por la resignación, o silenciadas por un pelotón de fusilamiento. Estas mujeres pasaron por la cárcel, por el aislamiento social, por el descrédito, por el rechazo, por dos razones: por ser mujeres y por rojas. Las que tuvieron la suerte de sobrevivir al pelotón de fusilamiento, a las violaciones, a las innumerables vejaciones físicas y psíquicas, son hoy ya pocas porque no hemos sabido, salvo algunas raras excepciones, preservar su memoria. Durante más de cuarenta años estuvieron escondidas bajo el yugo de una responsabilidad impuesta por cargos eclesiásticos y políticos, y después, tras la “modélica transición” fueron silenciadas por el dogma del “no hay que reabrir heridas”, de una falsa reconciliación forzada por una vergonzosa ley de amnistía, del mantra repetido hasta la saciedad de que “hay que mirar hacia el futuro”. Y de aquellos polvos, estos lodos.
El lodo impide que camines, mancha tus zapatos, provoca que te resbales y ensucia tu ropa, salpicándote; eso mismo ocurre cuando no resuelves determinadas cuestiones que manchan, salpican y ensucian tu democracia, que esos polvos siguen presentes, aunque hayas querido taparlos con la alfombra constitucional y con el manto del consenso. Ese manto y esa alfombra son los que han facilitado que hoy tengamos a unos valientes patriotas bramando en el Congreso de los diputados, en les Corts valencianes y en otras asambleas legislativas y ayuntamientos. Señores y señoras, tras más de cuarenta años de modélica democracia el fascismo ha vuelto; bueno, no se había ido nunca, pero ahora ha recobrado la impunidad de los años negros, ha salido de la oscura cueva donde se escondía, se siente legitimado por sus votantes y por toda la panoplia de medios de comunicación, y formaciones políticas, que se han dedicado a dar voz, y también voto, a aquellos que a escondidas soñaban con un resurgimiento del régimen franquista, aunque ahora se las den de constitucionalistas. Por poner un ejemplo, uno de los miles que podrían ponerse, tenemos a una candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid ofreciéndole la presidencia de la Asamblea legislativa de Madrid a una persona que negó en público que Juan Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño, fuera un torturador. Sobran las explicaciones.
Tras más de cuarenta años de la muerte del dictador, tras una modélica transición y una excepcional Constitución, tenemos a una caterva de gente que, mediante datos falsos, proclamas de otras épocas y vomitando miedos, han llegado a las sacrosantas instituciones públicas, corroyendo poco a poco sus débiles cimientos. Porque no nos equivoquemos, los cimientos de la tan ansiada democracia española son de barro, son débiles, pues no hemos invertido en educación democrática, no hemos invertido en educación en valores, no hemos invertido en formar a los ciudadanos y ciudadanas para defender los principios democráticos, para defender el estado de derecho ni los derechos humanos. Y de aquellos polvos, estos lodos. Parte de la ciudadanía sigue teniendo miedo del extranjero, de que le quite un supuesto trabajo, de que le quite sus ayudas, de que ataque a su hija o de que ocupe su casa; otros muchos siguen pensando que cuestionar la figura del monarca, el actual o su padre, es una afrenta contra la estabilidad nacional, o que el feminismo sigue siendo una amenaza contra el sistema establecido hace ya más de 80 años.
En estos momentos, el enemigo no es el que viene en patera, no es el que se manifiesta un 8 de marzo, no es el que duerme en un cajero o alza una bandera tricolor; el enemigo es el que, valiéndose de un ejemplar de la Constitución que ni tan siquiera ha leído, el que se enfunda en un bandera española independientemente de su patriotismo fiscal o señala con el dedo a los que piensan diferente, se alza como poseedor de la verdad absoluta valiéndose de los miedos de los demás.
¿Existe pues una solución a esta sinrazón? Por supuesto que existe. La educación en valores democráticos, la educación para salvaguardar el Estado de derecho, la educación en derechos humanos, la educación para la ciudadanía, llámenla como quieran. Nunca podremos tener una democracia consolidada si no tenemos ciudadanos y ciudadanas que la defiendan, que se alcen ante proclamas contrarias a la dignidad de la persona, que no seamos legión ante la barbarie antidemocrática que supone tener a personas representando ideas que lo único que buscan es socavar el Estado de derecho. La educación en derechos humanos no es la cábala de unos cuantos inocentes, es la solución para tener una ciudadanía crítica, consciente de sus derechos y reivindicativa. Eso es la base de cualquier democracia.
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