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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El agua

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Los valencianos siempre hemos estado obsesionados por el agua. Tanto es así que hace siglos que creamos una institución como el Tribunal de la Aguas para velar por una distribución justa y armoniosa del líquido elemento por nuestras acequias. La preocupación no era infundada, pues los valencianos conocemos bien los efectos devastadores que el agua provoca cuando llega de forma injusta y caótica. La naturaleza, como nos recordara Raimon, se ha encargado de enseñarnos la lección a lo largo de la historia: Al meu país la pluja no sap ploure / O plou poc o plou massa / Si plou poc és la sequera / Si plou massa és la catàstrofe / Qui portarà la pluja a escola?/ Qui li dirà com s'ha de ploure? Episodios como la riuà de 1957 o la pantanà de Tous de 1982, por citar solo los más recientes, fueron asentando este temor en nuestro subconsciente colectivo, un miedo atávico que la realizadora Elena López Riera supo reflejar magistralmente en una de las mejores películas del cine valenciano cuyo título no podía ser otro que El agua (2022).

Últimamente el agua ha vuelto a ser noticia preocupante, aunque en esta vez no lo ha sido por los estragos de una gota fría ni por alguna controversia entre regantes. En esta ocasión, el motivo fue la decisión del Ayuntamiento de Valencia de generar estanques en el jardín del Turia para evitar que las personas sin techo se cobijen bajo sus puentes. Esta misma semana, el concejal de Vox responsable de Parques y Jardines, Juanma Badenas, anunciaba la licitación del primero de estos “lagos” con un presupuesto de 700.000 euros. La medida se suma a la decisión adoptada a finales de diciembre de prohibir a una ONG el reparto de alimentos a las personas que malviven en el cauce, en su mayoría collidors cuyas precarias condiciones laborales les impiden acceder a una vivienda en una ciudad que ha visto cómo el precio de los alquileres se ha disparado en los últimos tiempos hasta un 90% en sus barrios humildes. El agua, la inundación selectiva, se convierte así para el consistorio que preside la popular María José Catalá, en herramienta política para acabar con la pobreza. O para ser más exactos, con los pobres.

Porque desde que la justicia social está bajo sospecha para la nueva derecha de viejas ideas, los pobres no son una realidad social, sino zoológica. Son parásitos, como esos jóvenes que no quieren trabajar malacostumbrados por “paguitas” del Estado que denuncia Isabel Díaz Ayuso en Madrid; o como los “okupas” de las zonas públicas valencianas, encantados de vivir bajo idílicos puentes ajardinados con el esfuerzo del presupuesto público. Y frente a ellos no caben políticas sociales, sino enérgicas intervenciones desparasitarias, con bucólicos estanques si es posible o con agua hirviendo si fuera preciso para garantizar la limpieza. Erradicar pobreza, en última instancia, deja de ser un reto ético y democrático para convertirse en una preocupación estética: convertir Valencia en una inmaculada escenografía, bien limpia de pobres y vecinos molestos, con la que representar la comedia del gran éxito turístico.

Pero estas semanas, además, otras aguas han sido protagonistas en Valencia, las aguas marinas. Y es que, poco después de que expertos del Institut Cavanilles de la Universitat de València advirtieran de que la ciudad ha perdido en los últimos 30 años el 70% de sus playas del sur, en gran medida por el impacto del puerto en las corrientes marinas, el ministro Óscar Puente no ha vacilado en afirmar que existe “cierta sobreactuación” medioambiental en este asunto, justo cuando su gobierno acaba de dar luz verde a una nueva ampliación portuaria. El ministro de Transporte saca así el macroproyecto logístico del ámbito ecológico y del debate sobre el modelo de ciudad, para desviarlo a la esfera de las artes escénicas: el problema de la expansión del puerto no es más que una mala asimilación del método Stanislavski por una sociedad civil valenciana incapaz de estar a la altura de Paul Newman o Marlon Brando.

El agua viene así a recordarnos que no basta con que los pobres renuncien a vivir por encima de sus posibilidades si de verdad quieren ser respetables; deben aprender a vivir por debajo de sus necesidades. Invisibles y sin sobreactuaciones desagradables, como los cangrejos de las playas de Pinedo, El Saler o La Garrofera que sobrellevan resignados la mengua de sus arenas sin quejas ni arengas ambientalistas. Vivir por debajo de sus necesidades, en fin, para que otros puedan seguir haciéndolo, impunemente, por encima de sus irresponsabilidades. Limpieza aporofóbica y postdesarrollismo de turismo y contenedores se presentan de este modo como la nueva agua bendita que purificará nuestras desesperanzas. Aunque en el fondo solo sean placébicas gotas de agua de borrajas.