Avenida de Joan Fuster, alcalde Joan Ribó

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Joan Fuster fue siempre un enamorado de la ciudad de Valencia. Hace ahora 60 años que le encargaron a él desde el Ministerio de Información y Turismo, siendo ministro el franquista Gabriel Arias Salgado, el texto de una amplia guía turística, València, que se ofrecía gratuitamente a los visitantes del cap i casal. La guía era un lujo para la época, pues estaba impresa en papel cuché y contenía muy buenas fotografías de los monumentos valencianos. El texto era un elogio demostrativo del amor que Fuster sentía por València, y sintetizaba las bondades de la ciudad. Hoy aún estaría vigente, pero los nuevos monumentos –como la Ciudad de las Artes y las Ciencias o el IVAM- la han dejado obsoleta. Como el nombre del autor estaba muy pequeñito en la última página de la guía turística siguió siendo la oficial hasta la última edición, que se publicó en 1975. 

La anécdota está en que, trabajando yo muy jovencito en la oficina de Turismo –que estaba a la izquierda de la puerta del Ayuntamiento-, localicé en su almacén 10 cajas arrinconadas y olvidadas que contenían cientos de ejemplares de esa guía. Pero desde el mostrador se ofrecía al visitante otra guía, que, por cierto, era más cutre que la de Fuster. Yo, ni corto ni perezoso, comencé a entregar la guía de Joan Fuster. Inmediatamente sufrí la censura de los dos funcionarios –que eran muy blaveros- porque esa guía era “del catalanista Joan Fuster”. Por entonces el alcalde, no democrático, era Miguel Ramón Izquierdo y la democracia daba sus primerísimos pasos. Supongo que esas guías al final irían a la basura pues para entonces comenzaba la “batalla de València”. Como oro en paño guardo yo la guía de Fuster.

Posteriormente la vinculación de Joan Fuster no decayó. Así en 1962 dedicó en un volumen, El País Valenciano, nuevas páginas a describir la ciudad de València. Paradogicamente, y por lo que decía en la introducción al libro sobre su historia, las fuerzas vivas de la dictadura comenzaron a demonizarle al punto de quemarle en ninot de falla como en un auto de fe. Después, ese mismo año, vino Nosaltres els valencians, libro que fue censurado (lo que conllevó que se reeditara muchas veces manteniendo que era la segunda edición siempre). Joan Fuster no cejó en explicar a los valencianos quiénes eran y de dónde venían, y así en 1967 publicó la hasta entonces mejor descripción e introspección antropológica que se había hecho sobre un fenómeno valenciano: Combustible per a falles. Ciñéndonos a València, volvió en 1967 con una muy jugosa explicación en el libro L’Albufera de València. Y en el año 1983 vuelve a describir el cap i casal en otro libro: Veure el País Valencià. En estos años publicó otros libros de historia sociocultural del País Valencià, donde también València tiene su protagonismo. 

Sus constantes visitas a la ciudad, sus conferencias en Lo Rat Penat –antes de convertirse en un sumidero de reaccionarios anticatalanistas-, sus tertulias en el bar San Patricio de la plaza del Ayuntamiento, sus contactos con estudiantes universitarios para formar una generación de jóvenes no provincianos que investigasen el País Valenciano científicamente, culmina cuando se doctora y consigue la cátedra en la Universitat de València con el estudio La Regla del Convent de Sant Josep de València en 1986. Su erudición se refleja en otra obra, Llibres i problemes del Renaixement, donde entre otras cuatro investigaciones figura la dedicada a Joan Lluís Vives i València, 1528.

Viene este ajustado resumen para mostrar lo mucho que investigó y apreció nuestro mejor ensayista la capital de l’Antic Regne de València: desde luego mucho más que el primado Reig o el cardenal Benlloch, que tienen su avenida.  No vivo en València, y hace dos semanas tuve que acercarme. Me llamaba la atención ver la calle que le habían puesto a Joan Fuster. Mi decepción fue absoluta: es una calle relativamente pequeña –para la importancia del personaje- alejada del centro y fea. Como siempre, Fuster marginado. Hace ya muchos años, en 1992, pedí a toda página desde la revista Dise de la Universitat de València que Joan Fuster merecía ya una avenida más que una calle. La toponimia de una ciudad explica y llama a la memoria sobre quiénes y en qué medida consideran sus vecinos a sus antepasados. Hay que saber la intrahistoria de cada calle o avenida. Es un espejo y reflejo de su historia. Y precisamente dos de sus más importantes personajes, Jaume I y Joan Fuster, tienen una birria de calles. El nomenclátor de un callejero interroga al paseante sobre el pasado. Y no solo de personajes sino también de profesiones, de oficios, de gremios valencianos de siglos pasados y hoy desaparecidos: los chapineros, los espaderos, los tejedores de seda y lana, los peleteros, los herreros, los tintoreros, los molineros, los plateros, los freneros, los bordadores, los pañeros (y también en femenino).

¿Cómo que a Joan Fuster no se le puede dar una avenida? Muchos nombres de calles han ido cambiando con el tiempo. Otros circuitos han repartido su nombre por ser muy largos (véase el unívoco trayecto del Paseo de la Pechina a la calle del Pintor López con cuatro calles consecutivas).  Otros son neutros y el cambio no puede enojar a nadie (la avenida del Oeste, por ejemplo). Todo esto es posible hacer para ubicar en un sitio digno a Joan Fuster. A mi juicio, también sería apropiado que la larguísima avenida de Blasco Ibáñez (que de toda la vida se había llamado Paseo de Valencia al Mar) cediese su nombre hasta la plaza de Enrique y Tarancón, a Joan Fuster. Blasco seguiría teniendo la mayor avenida, y Fuster el trozo de avenida que le corresponde. Este sería el ‘habitus’ –que diría Pierre Bordieu- natural para nuestro más grande pensador: aquello está lleno de facultades y el rectorado, y a sus alrededores todo son grandes intelectuales y científicos: Arévalo Baca, Joan Reglá, Severo Ochoa… Alternativas, hay. ¿Y por qué la avenida del Cid, ese sicario que no era ni valenciano?

Carles Marco es pedagogo y psicólogo