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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sobre la campaña ‘Basta de distopías’

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El Gobierno ha lanzado la campaña “Basta de distopías. Volvamos a imaginar un futuro mejor”, destinada a difundir los objetivos de la ONU para la próxima década. El lance resulta sorprendente. Que una formación gubernamental emita un mensaje tan potente y alejado de las miserias de la Realpolitik no ocurre todos los días. Sin embargo, también resulta previsible. De hecho, hace justo un año afirmé, al principio de Contra la distopía, que el dictamen de que las distopías son políticamente nocivas se ha viralizado en la escena progresista. A continuación, añadí que “si no lo llenamos de contenido, dicho dictamen acabará rotulando alguna película de Disney…, campaña de la UNESCO o entradilla de Vanity Fair”. Pues bueno, no ha sido la UNESCO, sino el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 quien lo ha institucionalizado.

Voy a encadenar cuatro observaciones sobre el asunto.

El vuelco de UP       

En las elecciones del 19-N de 2019, Unidas Podemos (responsable del Ministerio citado) presentó “¿Y tú qué futuro quieres?”, spot que mostraba un porvenir distópico golpeado por la polución y la extrema derecha. El objetivo era aleccionar a los electores a frenar la llegada de ese futuro votando en consecuencia. Yo cuestioné en su día la eficacia de tamaña estrategia y esgrimí que, salvo excepciones, la distopía favorece la desmovilización. En el mejor de los supuestos, instiga activismos basados en la queja, dispuestos a evitar males, no a conquistar bienes. “¿Y tú qué futuro quieres?” confirmaba, en mi opinión, que vastos sectores de la izquierda habían interiorizado el modus operandi de la distopía. Varios gestos lo delatan: ondear miedos en vez de proyectos alentadores, o capitanear reivindicaciones defensivas y a la contra, en detrimento de las iniciativas ofensivas y a favor de nuevos derechos.   

Con “Basta de distopías” Unidas Podemos se aleja a priori de tales pautas y pulsa, digan lo que digan los haters, temáticas vitales. Su petición, quiero creer, no es que renunciemos a leer o ver distopías, sino que dejemos de imitarlas a la hora de conjeturar el porvenir. Disciplinas como la sociología de las creencias, la psicología cultural y la historia de las ideas han acreditado que las concepciones del futuro dominantes en una sociedad dada tienen consecuencias materiales de primer orden. Configuran el aquí y ahora e influyen en las expectativas, identidades y conductas de las colectividades y subjetividades. Quien piense que son quimeras, se equivoca. Atañen, siempre lo han hecho, a la política con mayúscula.

La distopización de los imaginarios

Durante la modernidad, la civilización occidental estuvo vehiculada por las representaciones de mañanas mejores. Aunque a mitad del siglo XIX comenzaron a medrar las representaciones de mañanas peores, la confianza en el porvenir sobrevivió durante gran parte del siglo XX. Finalmente, cesó tras la llegada del neoliberalismo y la caída del Muro de Berlín, eventos que desacreditaron el ímpetu de idealizar lo venidero y que consolidaron el sentir de que vivimos en el menos malo de los mundos posibles. Ni que decir tiene que los gurús anarcocapitalistas y extropianos de Silicon Valley han mantenido intacta la fe en un futuro mejor (para ellos) y la ambición de alcanzarlo. El resto de los mortales, empero, solo barajan imágenes de mejora si se refieren al crecimiento personal y demás fanfarrias narcisistas. Cuando barruntan el futuro en términos sociopolíticos, lo que atisban son, a menudo, calamidades, apocalipsis y versiones degradadas del presente. El único consuelo que accionan con vistas a suavizar la angustia es la entelequia de que alguien arreglará el estropicio a última hora.

No seré yo quien niegue la existencia de motivos para el desencanto. El cambio climático, la precarización laboral, el neofascismo, la dificultad para acceder a la vivienda, el desempleo crónico, los conflictos bélicos, el aumento de la desigualdad, la irrupción de la pandemia, el poder incontrolable de las multinacionales, la merma del Estado del bienestar y otros reveses acrecientan el temor y la incertidumbre. Damos por hecho que nuestros hijos vivirán peor que nosotros. Interpretamos las probabilidades agoreras como si fueran destinos irreversibles,

En este punto, habría que recordar que las generaciones inmediatamente anteriores a la actual (por no hablar de las más antiguas) también habitaron contextos inquietantes. Sufrieron, sin los medios correctores hoy disponibles, sus propias pandemias y crisis económicas. Atravesaron dos Guerras Mundiales, conocieron totalitarismos abyectos y vivieron bajo las amenazas del conflicto nuclear y el agotamiento de los recursos. Aún y cuando la cuantía de distopías creció a la luz de semejantes eventos, las generaciones de los cincuenta y sesenta perseveraron en la forja de imágenes edificantes del futuro, según constatan la producción intelectual, artística y política de entonces. Su testimonio corrobora que la tesis de que no imaginamos futuros mejores porque estamos abatidos por circunstancias aciagas es falsa. Nuestros antecesores los imaginaron en circunstancias iguales o peores.

La importancia de imaginar futuros mejores

Imaginar futuros mejores no resulta beneficioso por obligación. Varias de las mayores atrocidades de la modernidad se cometieron en su nombre. Por otro lado, el malestar cotidiano suele desembocar en ensueños futuristas de carácter compensatorio, perpetrados para evadirse de la realidad sin cuestionarla ni desafiarla (el pobre que fantasea con que ganará la lotería, por ejemplo). Siendo esto verdad, no menos palmario es que los relatos sobre sociedades aventajadas del porvenir han entregado a lo largo de la historia ideas cuya ejecución transformaron el mundo en beneficio de todos. La educación y la sanidad públicas, los derechos laborales y de las mujeres y la democracia fueron en su día promesas articuladas en relatos así. Antes de que los activistas las reivindicaran en la calle, otros tuvieron que imaginarlas.

Nosotros hemos dejado de imaginar en dicho sentido y nos hemos quedado huérfanos de propuestas políticas rompedoras, a merced de las coordenadas imperantes. A falta de futuros mejores, sucumbimos a la nostalgia y recreamos futuros peores cuya saturación potencia el derrotismo, la impotencia y la indiferencia. Sabemos, faltaría más, que los riesgos ecosociales que nos circundan no van a esfumarse por el simple hecho de proyectar futuros deseables. Pero cuesta vislumbrar cómo los superaremos sin los horizontes y planes transformadores que inspiran. Imaginar futuros mejores es el método más eficaz para concebir políticas a largo plazo de carácter radical y desactivar la patraña del “no hay alternativa”. Eso no significa sacrificar las políticas materiales a corto plazo que afrontan los problemas acuciantes y mejoran la vida de las personas existentes. En absoluto. Quien codicia un porvenir emancipado reclama reformas inmediatas que nos acerquen, por poco que sea, al mismo.                

La utopía reprimida

Pese a su interés, el video “Basta de distopías” cae en diversas paradojas. Emite un mensaje anti-distópico empuñando los recursos de la distopía, con esa sucesión de personajes atormentados sobre fondo negro. En general, adolece de la falta de ideas que denuncia. Aconseja imaginar futuros mejores sin exhibir ninguno. Hay que reconocer que sería difícil hacerlo, sobre todo en un anuncio de sesenta segundos. Lo más probable es que el resultado diera vergüenza ajena y retratara a gente sonriente ataviada con attrezzo ibicenco o túnicas de colores paseando por inmensos prados verdes, o algo similar. Crear imágenes de porvenires justos sin hacer el ridículo cuesta mucho más trabajo que crear imágenes de porvenires espantosos. Que se lo digan a los escritores de ciencia ficción.

Sea como sea, el detalle decepcionante es otro: que la convocatoria a desertar de la distopía se haga sin aludir a la utopía, que sería lo lógico. La ausencia de la palabra “utopía”, atenuada mediante el eufemismo “futuros mejores”, resulta tan clamorosa que se erige, a mi modo de ver, en la auténtica protagonista de la campaña. Supongo que el objetivo ha sido eludir las connotaciones negativas del concepto. Poco importa que la literatura utópica haya pasado su particular Crítica de la razón pura hace más de medio siglo y que, fruto de ello, deteste los futuros color de rosa henchidos de perfección, felicidad y armonía. La gente y bastantes intelectuales de postín no se han enterado e insisten en asociarla al infantilismo. El problema de reprimir, por esta u otra razón parecida, la palabra “utopía” es que comporta dar por perdida la batalla de los significados y sucumbir ante los automatismos ideológicos más elementales.

Ana Clara Rey, colega del grupo Histopía, opina que lo más enojoso del llamamiento es que procede de una formación que ha desestimado la Renta Básica Universal, seguramente la idea emancipadora más poderosa del presente. Y tiene razón. Invitar a imaginar futuros mejores mientras te abstienes de patrocinar (por miedo a ser acusado de utópico) la medida que los dotaría de mayor contenido no deja de ser un brindis al sol. Al final, la sensación que deja la campaña es de una tibieza e indefinición considerables, igual que la Agenda 2030. Con todo, bienvenida sea. Mal que bien, apunta en la dirección correcta.