Estimado señor González Tornel, le escribo porque el museo que usted va a dirigir es uno de los lugares más bellos que conozco. No le voy a explicar la importancia de esta pinacoteca porque, evidentemente, usted lo sabe mejor que yo. No le voy a hablar desde mis conocimientos de la historia del arte o desde mi experiencia museográfica. Voy a hacerlo desde el sentido común y mi percepción como una visitante habitual. Intentaré estructurar mis observaciones como si caminara por el museo.
Cuando se entra al Museo de Bellas Artes, lo primero que se encuentra es que, a la izquierda, el espacio reservado para la tienda está clausurado. No cerrado. Clausurado. Es evidente que lleva años sin albergar ningún tipo de actividad o servicio. El museo cuenta con un precioso restaurante, a precio asequible y con un servicio exquisito, pero no hay tienda. Y usted sabe lo que la visita a la tienda significa. Es el último suspiro antes de marcharse. Es lo que queda tras el recorrido por el museo: ir a la tienda para llevarse un recuerdo, para comprar un catálogo de la colección que poder consultar cuando se esté ya lejos de ella. Pues bien, no existe. Si se quiere conseguir información sobre el Museo de Bellas Artes se ha de ir al centro de la ciudad, a una librería o a un kiosco especializados en ediciones propias de las instituciones públicas valencianas, para ver si les queda algún ejemplar.
A pesar de la decepción, el visitante continúa adentrándose en el hall y pregunta por la guía del museo, por el plano o el folleto. Y se encuentra un folio DIN A4 -últimamente ya impreso en color- con los cuadros más célebres y su localización. Poco más. Es todo lo que se llevará del Museo de Bellas Artes a su casa. Un folio DIN-A4.
No cuestionaré la visita guiada que realiza el personal del museo porque, por lo que he podido constatar, es fantástica. Sin embargo, en lo que a la visita por libre se refiere, lo primero que se encuentra de frente son las salas que recogen las obras más antiguas, las de origen medieval cuya importancia es excepcional pero que carecen de panel interpretativo alguno. La visitante profana se topa con obras del virtuosismo de Joan de Joanes o sus hermanas y no dispone más que de una simple cartela con referencia cronológica y técnica. Nada más. Hay algunas excepciones pero son pocas y no se entiende el porqué de esa selección. El resto de las salas cuentan con algunos paneles más didácticos pero que no guardan coherencia con el resto y cuya existencia se debe, seguramente, a actividades específicas pasadas. Que no se me malinterprete, porque me parece fabuloso reciclar actuaciones ya realizadas que aporten información cualitativa. Es de hecho de agradecer que permanezcan esas huellas del pasado de forma permanente. Como decía, la ausencia de homogeneización interpretativa va acompañada de la inexistencia de una guía del museo. Todo ello deja una sensación fragmentaria y confusa en quien lo visita.
Pasando al siglo XIX-XX podría lamentar como admiradora eterna de Antonio Fillol que no estén todas sus obras expuestas de forma permanente, pero eso sería ir a lo concreto cuando lo que el museo necesita de forma generalizada es un relato, una historia. Que los visitantes conozcan algo más sobre la evolución del arte y de nuestros artistas más importantes. En definitiva, que cuando se vayan de allí no sólo se reafirmen en su comprensible y compartida admiración por Sorolla. Porque el arte valenciano es mucho más que el deslumbrante pintor de la luz y el agua. Y eso es maravilloso.
No hablaré de las exposiciones temporales porque de lo que se trata es de que la sala permanente sea suficiente por sí sola, porque tenemos una pinacoteca increíble que no necesita de reclamos aparte. Pero hay que ponerla en valor. Hay que transmitir el amor por ella. No hace falta traer grabados de Leonardo Da Vinci, hace falta dar a conocer a su discípulo manchego que trajo el Renacimiento a València, Yáñez de Almedina. Es necesario también interpretar por qué el Museo de Bellas Artes no tiene obras de mujeres artistas. Porque eso forma parte del relato de la historia del museo y de nuestra propia historia como sociedad. Hay que explicar dónde y cómo se aprendía a pintar, a qué responden las temáticas escogidas en cada época, por qué Fillol revindicaba la igualdad y fue denostado, por qué Sorolla pintaba escenas hogareñas al final de su carrera. ¡Hay tanto que contar! Claro que para eso hace falta también que abra la biblioteca, cerrada al público de forma presencial desde hace años. Y programar alguna actividad cultural más allá de las que organiza la Asociación de Amigos del Museo, que con la labor ímproba de un único conferenciante monopoliza la agenda sin una planificación de actividad complementaria.
Estoy segura de que la financiación no será toda la necesaria, que habrá problemas de índole administrativa que la ciudadanía desconoce, que la gestión es compleja en una institución así, pero las demandas que le planteo, en su mayoría, son factibles si hay voluntad de dar un cambio sustancial a la forma de entender el museo. Es el momento de decidir si se sigue manteniendo como una colección de arte con tintes decimonónicos o se convierte en una herramienta de transformación social, capaz de comunicarse con su entorno y de contar una historia.
Me despido, señor González Tornel, con sincera esperanza de cambio. Me ha emocionado que hable usted de dialogar con la ciudadanía. Estamos esperando a que nos pregunte y a que nos responda. El Museo de Bellas Artes lleva demasiado tiempo en silencio. Y el silencio es necesario para la contemplación pero siempre que no sea un silencio de muerte. ¡Háblenos! Estamos deseosas de comenzar la conversación.