Eva, me han hackeado mis cuentas, confesó Agustín a su señora avergonzado y un punto indignado. Los piratas informáticos han descubierto mis contraseñas y vuelcan en las redes sociales cosas extrañas con mis propios alias. Su mujer de pronto le soltó una retahíla de reproches que debía tener guardados en algún cajón de su desván cerebral desde la comunión de la hija mayor. Vaya ingenuo que eres, mira que gastar las mismas contraseñas para tu correo electrónico que para tu cuenta de Instagram, le amonestó como si fuera un árbitro de fútbol proclive al Real Madrid.
Agustín fue más allá y reconoció que habían contactado con él esos malhechores digitales y le habían pedido un rescate por devolverle los dominios sobre sus redes sociales. Me han exigido 6.000 euros, reconoció; de lo contrario, dicen, seguirán colgando en mis perfiles cosas extrañas. ¿Qué pensarán mis colegas de pádel, los compis del curro, los suegros de Esmeralda, la peña del fútbol o los antiguos alumnos del Insti? Estoy perdido.
Eva se marchó a toda prisa a consultar el incidente con Matías, un compañero de la oficina que era informático con el que se llevaba de maravilla, y este le confirmó sus temores. Lo ocurrido comenzaba a ser una práctica demasiado habitual. Está muy generalizado: son muchos los que han caído en esa trampa y los bucaneros digitales se las saben todas y, claro está, sacan provecho de ello. En vísperas electorales han proliferado los secuestros de claves emocionales, abundan los raptos de avatares y las suplantaciones de personalidad. Tienen a una gran mayoría poseída. Lo siento, amiga. Se han apropiado de sus otros yo, explicó categórico.
De vuelta a casa, una abatida Eva comenzó a rastrear cuentas de Instagram de conocidos, perfiles de Facebook de colegas de su marido y otras redes sociales de amigos comunes. Se percató inmediatamente de que un virus les había contagiado severamente a muchos de ellos. Las claves emocionales de casi todos se las habían succionado unos presentadores deslenguados de televisión, unos bulos interesados e indignos, unos sondeos manipulados, unos políticos histriónicos y unos amigotes nada inocentes de barra de bar. Muchos, quizá por un miedo irracional a todo, se habían transmutado sin apenas darse cuenta en unos reaccionarios de cuidado.
Vamos a ver Agustín, ¿desde cuándo crees que la llegada de inmigrantes va a ser pernicioso para nuestra economía?, ¿por qué te has tragado que la izquierda apoya a la ETA?, ¿cómo es que consideras que el cambio climático es una milonga?, ¿quién te engañó con el cuento de que la violencia de género es una exageración feminista?, ¿por qué dices ahora que “Cuarto milenio” y el “Hormiguero” son programas entretenidos?, ¿qué tipo te convenció que bajando los impuestos a los ricos tendremos una sanidad mejor? ¡Mira que eres palurdo! Te han secuestrado tus ideas y han raptado tu forma de pensar tolerante y cívica. No hay quien te aguante.
A muchos de tus amigos les ha pasado lo mismo, argumentó Eva. Han abrazado teorías conspiranoicas y han sucumbido a mentiras retrógradas: creen que un tal Soros quiere arrebatarles el apartamento de Torrevieja para dárselo a unos okupas en usufructo. Les han obligado poco a poco a cambiar de ideales. ¡Qué calamidad! Además, quieren desplumarte. ¡Serás cándido! Seguro que pensabas entregarles el dinero que teníamos ahorrado para ir a Ámsterdam con los vecinos… Se han apoderado de tus claves emocionales y tú, en plan paleto, sin enterarte siquiera. Como ocurre con la lluvia fina, te han ido empapando de sus eslóganes carcas, razonó Eva a punto de sollozar.
Estaba resentida. Llevaban un tiempo discutiendo demasiado. Ella, en un suplemento dominical, había leído que tras la pandemia se había incrementado notablemente la separación de parejas ya mayores. Eva hizo un par de llamadas. Cogió la maleta, embutió su ropa en ella, embaló algunas pertenencias y decidió largarse a casa de Matías, el informático: me ha sugerido que me vaya a vivir con él a su casa. Es muy espaciosa y tiene unas vistas increíbles, le describió a un desencajado Agustín. A los niños, si acaso, se lo decimos en el restaurante de Paco el finde; no creo que les extrañe demasiado, añadió… Y de la hipoteca, si te parece bien, haremos lo que diga nuestro gestor.
Una convincente Eva adujo que su nuevo novio poseía un antivirus muy potente, manejaba unas contraseñas difíciles de violar y que entraba lo justo en las redes sociales tóxicas; solo para saber lo que no tenía que votar el mes que viene. Lo siento, Agustín, pero es todo un partido. No podía rechazar su ofrecimiento... ¡Qué conste que echaré de menos tus paellas de los domingos!
No te guardo rencor alguno, le declaró Eva a su perplejo marido. Ella le aconsejó que, en adelante, sus claves mentales no las compartiera con ningún desalmado.
¡Anda, pídeme un taxi!… Haz el favor, concluyó.