Lo que ha sucedido con Íñigo Errejón no es un caso aislado. Es una confirmación. La constatación de una realidad. La de las mujeres. Esa que el patriarcado reduce y minimiza. La que tilda de sectorial. Lo femenino enfrentado a lo masculino. Lo femenino enfrentado a lo universal, por defecto, que es como se entiende lo masculino “como si aún no se asumiera que una mirada femenina sobre el mundo también pudiera serlo”. La cita es de Almudena Grandes, quien se refirió a esta contradicción como “el techo más duro de romper”.
Aquí de nuevo nos enfrentamos al techo del relato que construye la historia, que da veracidad a nuestras voces. A lo que sentimos, vivimos y sufrimos. Un techo que se desploma sobre miles de mujeres y que las aplasta cada vez que sufren acoso, agresiones, violencia. Que las aísla. Las atrapa entre los escombros de los daños psicológicos, de traumas irreversibles, que se depositan como piedras en una mochila que cargarán sobre su espalda, toda la vida. Toda.
Así que sí, lo de los hombres que abusan, acosan, agreden o violan es universal por defecto. Ocurre en todos los lugares del mundo. Da igual la nacionalidad, la edad, la posición social, el nivel económico, la formación o el parentesco y, por supuesto, la ideología. Pero lo peor es que sucede amparado por cómplices. Por quienes miran hacia otro lado mientras les ríen las bromas (machistas), minimizan las gracias (agresiones, abusos y acoso) y te dicen que exageras, que esto del feminismo nos ha vuelto unas mojigatas.
Que nos pasamos, dicen algunos. Que así lo que generamos es rechazo entre los hombres, afirman otros muchos. Que ya no se puede decir nada sin que os ofendamos, lamentan más de la cuenta. No son de derechas, ni de izquierdas. Son hombres que se consideran a sí mismos comprometidos con la lucha por la igualdad y a los que se les presupone mayor sensibilidad. Sólo hay que fijarse en la trayectoria de unos cuantos prohombres del espectáculo que, en el ocaso de sus carreras, se han dado cuenta de que siempre han sido de derechas porque las mujeres ya no les ríen las gracias. Ay, las crisis existenciales de las masculinidades frágiles.
Mientras a nosotras nos exigen mesura y comprensión, estos días salía a la luz el caso de un padre que había violado a su hija de 9 años o el de la absolución de los empresarios murcianos proxenetas y pederastas porque la justicia ha ignorado y desprotegido a las víctimas. Niñas. Mujeres anónimas. Las nadie. Protagonistas de historias sobre las que no se ruedan documentales como el de Nevenka, la mujer valiente que denunció el acoso del que estaba siendo víctima por el alcalde del PP mientras su pueblo, Ponferrada, y una gran parte de la sociedad española miraba hacia otro lado.
Pero ella venció y fue la primera española en conseguir que un cargo político fuera condenado por abuso sexual. Gracias a ella, a su sufrimiento, hoy muchas se atreven a denunciar lo que antes se callaba. Lo que te tenías que guardar por “el qué dirán” que solo señalaba a la víctima. La hedionda hipocresía social. La misma con la que el PP intenta sacar tajada del caso de Errejón cuando no tienen la menor duda en tildar de “divorcio duro” la condena de malos tratos al diputado de Vox con el que pactaron el Gobierno de la Generalitat Valenciana y sustituyeron la violencia machista por violencia doméstica para garantizarse la presidencia. Así que, prudencia por favor.
Lo que pido desde aquí es un apoyo sincero a las mujeres que han sufrido a lo largo de su vida abusos, acoso, violencia. Lo que exijo es respeto. Decencia política. Que dejen de salir ahora a decir “yo ya lo avisé” quienes, sabiendo, no denunciaron. Sus palabras suenan más a revancha política que a compromiso con la igualdad. Que dejen de salir también los oportunistas a señalar al feminismo porque sin este movimiento hoy seguiríamos calladas y sin las leyes que nos protegen.
Errejón ha irrumpido de una manera devastadora para constatar que todavía queda mucho camino por recorrer y que o andamos al mismo paso o los avances serán mínimos. Es sobrecogedor que sea necesario que sucedan casos tan terribles como el de Gisèlle Pelicot para que la vergüenza tenga que cambiar de bando, como ella misma reclamó. Para que no seamos nosotras quienes tengamos que sufrir el escarnio público, la humillación de comparecer ante la mirada inquisidora de quienes cuestionan nuestras denuncias, nuestras vidas. Como he leído estos días, “da puto asco” todo lo que envuelve al político madrileño, pero también comprobar que es urgente colectivizar la vergüenza entre quienes son cómplices de tapar los abusos.