Cultura segura
Si el Sida nos alertó de la necesidad del sexo seguro, la Covid-19 está convirtiendo el mensaje de cultura segura en el nuevo mantra de estos tiempos de pandemia. Lo repetía la subsecretaria de Cultura Raquel Tamarit durante la inauguración de cinco exposiciones en el Centre del Carme, insistiendo en las garantías que ofrecen los espacios culturales frente a la amenaza del coronavirus. Lo hacía, perpleja, después de que el ayuntamiento de Alicante obligara a suspender precipitadamente el espectáculo de calle Maletes de terra, de la compañía Visitants, una controvertida decisión en la que no pocos ven la mano negra del boicot por parte de una administración local controlada por la derecha. La Avetid, que sabe de primera mano el impacto que la crisis del coronavirus está teniendo en un sector como teatral que anuncia movilizaciones para este 17 de septiembre, no ha dudado incluso en tildar de “irresponsables” posturas como la adoptada por la corporación que preside Luis Barcala y denunciar lo que considera un intento de “criminalizar a los artistas”.
El binomio cultura/seguridad, como el que conforman el sexo y la seguridad, esconden una profunda paradoja. Porque el sexo y la cultura nos sumergen siempre en el territorio del riesgo: en ambos nos entregamos desnudos, y por lo tanto vulnerables, al encuentro con los cuerpos ajenos, con lo anómalo, lo discordante, lo que trastoca los límites entre la realidad y la ficción, lo que cuestiona nuestros referentes; en ocasiones, incluso, hasta lo que nos escandaliza. Pero afrontar desinhibidos el miedo a esos riesgos nos permite la experiencia del orgasmo, de la catarsis, del goce emancipador. Aunque, eso sí, la intensidad de ese placer también dependa de la osadía de los espectadores, de los creadores y de los amantes.
Las mismas exposiciones que se inauguraron en el Centre del Carmen nos recuerdan el inseguro e incómodo terreno que pisamos al pasear los senderos culturales, llenos de trampas contradictorias. Así, la retrospectiva por los últimos veinte años de la cartelería valenciana se presenta bajo el incoherente título de Prohibido fijar carteles, la propuesta que Elisa M. Matallín ha desarrollado con colectivos de mujeres refugiadas y víctimas de violencia machista nos descubre la opresión que es capaz de sacar a la luz la experiencia liberadora de la performance, o Edu Cornelles nos trastoca los sentidos al transformar sonidos misteriosos en imágenes espectográficas. También Fermín Jiménez Landa subvierte el espacio de la seguridad por antonomasia, el apartamento, la casa, para convertirlo en un lugar desubicado, vacío, donde sus límites se diluyen, dentro y fuera del museo, por territorios desconocidos a los que el espectador solo puede acceder a ciegas y donde, quizá, acabe recibiendo visitas inverosímiles como la de un repartidor con alma de mariachi.
Incluso la exposición sobre Carmelina Sánchez-Cutillas nos sitúa ante el desconcierto de lo siniestro, con esa calavera que preside su escritorio distorsionando la supuesta protección que se supone debería existir en un cobijo creativo. Una representación explicita de la fatalidad y la muerte que tal vez la autora de Materia de Bretanya necesitaba en un momento en el que la dictadura imponía su ocultamiento en las cunetas, en las cárceles y en el exilio. Su hueca mirada le acompañó para romper silencios en aquella época oscura con poemarios como Un món rebel. Rebeldía, otro concepto que, como el sexo y la cultura, resulta inseparable del riesgo.
Pero asumir riesgos no implica entregarse a la temeridad. Por eso si con el sida aprendimos que un sencillo condón nos permite seguir sumergiéndonos en la aventura de acariciar la piel ajena, ahora con el coronavirus sabemos que, al menos por un tiempo, para seguir disfrutando de la cultura debemos embozarnos la mascarilla, guardar las distancias y controlar los aforos. Una dosis de incomodidad, en cualquier caso, bastante más llevadera, por ejemplo, que la del buceador que debe enfundarse en neopreno y cargar pesadas bombonas para adentrarse en el abismo marino. El público lo tiene asumido. Los programadores y artistas más aún: les va la supervivencia en ello.
Sin embargo, para algunos la presencia del riesgo no es un reto que afrontar con responsabilidad sino una oportunidad que explotar, como esas aseguradoras que para vendernos una alarma nos inoculan a todas horas el miedo a imaginarios okupas que acechan nuestras casas cuando bajamos a comprar el pan. Sacar tajada del miedo es su objetivo. Económica, ideológica o partidista. Por eso el único sexo seguro para clérigos y conservadores es la abstinencia o la rutina, una receta que ahora parece que quieren rescatar para la cultura: abstinencia cultural o rutina onanista por streaming. Siempre en nombre de la seguridad de nuestras almas y nuestros cuerpos, claro. Una prudencia que la derecha e incluso algunas voces de supuesta progresía parecen olvidar cuando hablan de otros sectores. El mismo Barcala que obliga a suspender actuaciones de teatro se vanagloria estos días visitando hoteles mientras se desgañita exigiendo que se moderen las restricciones a los pubs. Ya se sabe, los ciudadanos pueden renunciar al teatro y la cultura, pero no al gin-tonic.
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