Pretende taparse la cara y se destapa los pies. Y convierte de paso el intento de su hijo de reivindicarlo en un esfuerzo inútil. Juan Carlos I emprende una segunda regularización de sus opacos y millonarios ingresos, en este caso por los pagos no declarados desde una fundación de sus vuelos en aviones privados, y surge la pregunta inmediata sobre la procedencia de esos otros fondos con los que puede permitirse pagar para evitar que se activen en España acusaciones formales por delitos fiscales contra alguien que fue rey.
Acto seguido, como en un guion inexorable, se hace público que sus dos hijas, Elena y Cristina, en medio de una pandemia global con miles de muertos y del esfuerzo de los países por organizar la inmunización progresiva de la población, se han vacunado contra la COVID-19 precisamente al visitarle en Abu Dabi, donde permanece refugiado por gentileza de la monarquía absoluta que gobierna en los Emiratos Árabes Unidos.
Todo ocurrió en unos días. Como conmemoración del 40 aniversario del 23F no estuvo nada mal. Es difícil boicotear con más eficacia las tímidas tentativas de Felipe VI por restituir una imagen decente a la Corona.
Esa imagen se había construido en la etapa de la Transición sobre varios ejes. El primero de ellos, el del compromiso de la monarquía con la democracia tuvo en el intento de golpe de Estado de 1981 un momento emblemático. Si el general Martínez Campos, con su pronunciamiento militar desde Sagunto, acabó en 1874 con la Primera República y el experimento del Sexenio Democrático para restaurar a los Borbones en la persona de Alfonso XII. Si Alfonso XIII aceptó la dictadura de Primo de Rivera en la antesala de su caída y el advenimiento de la Segunda República. Si el mismo Juan Carlos I fue reinstaurado en la jefatura del Estado por decisión del dictador Francisco Franco, que no era un entusiasta monárquico pero sí una mezcla de reaccionario y fascista. Si todos esos eran los antecedentes, el monarca, al no secundar el intento de Armada, Tejero, Milans del Bosch y otros, rompía en buena medida con una lamentable tradición familiar.
El segundo eje era el de reinar sobre una España aproximadamente federal e inevitablemente plurinacional, encarnada en el denominado Estado de las Autonomías. Para Martínez Campos, para Franco, que era un nacionalista español extremo y autoritario, y para tantos representantes de poderes políticos, económicos, militares y religiosos, la monarquía fue la pieza clave de una “unidad nacional” que no admitía matices. En eso, la línea borbónica adquiere también unas coloraciones sombrías, desde ese siglo XVIII en que “la nación más antigua de Europa”, según cierta derecha, demostró que no era tan antigua ya que tuvo que abolir tras una guerra y “por justo derecho de conquista” las leyes propias de los territorios de la Corona de Aragón, el sistema político más parecido en nuestra historia al moderno Estado de las Autonomías.
Fue Felipe V, a cuyos partidarios se bautizó en tierras valencianas y catalanas como “botiflers”, en probable alusión a la beauté fleur (la flor de lis que simboliza la casa de los Borbones), quien encarnó la victoria de un centralismo que, a diferencia de Francia (donde acabaría triunfando la revolución), no fue capaz de estructurar con el paso del tiempo un proyecto de Estado viable y democrático. Y fue Juan Carlos I el que asumió dos siglos y medio después una organización muy diferente del Estado, con la redistribución de poder que ello implicaba. Una nueva estructura descentralizada que arrastra crisis como la del desafío independentista en Catalunya frente al que Felipe VI no ha sabido responder con una visión del papel de la Corona más conciliadora y de mayor recorrido estratégico que el reflejado en su discurso de octubre de 2017, ante el fracasado intento de declarar unilateralmente la secesión.
El tercer eje consistía precisamente en una imagen moderna de los Borbones, a imitación de otras familias reales europeas, que otorgara a la restauración monárquica un aspecto actualizado, secularizando hasta cierto punto los viejos ceremoniales y vínculos con la Iglesia, con el Ejército y con la política. Los hijos de Juan Carlos y Sofía jugaban un papel clave en esa maniobra. También la “campechanía” del monarca, tan bien amplificada por los medios durante el periodo de hegemonía bipartidista. La condena del cuñado del actual rey, Iñaki Urdangarín, hizo pasar abruptamente la página y se abrió la espita de una degradación de todo el maquillaje en una dinámica de corrupción a la que ha contribuido más que nadie el mismo Juan Carlos I con sus escándalos. Si hacía falta algo, las dos hermanas de Felipe VI han venido a echar más leña a ese fuego que carboniza la credibilidad de la monarquía española.
El incendio deja de forma irreversible al descubierto, ante una atónita opinión pública, el entramado de esta etapa contemporánea de los Borbones. Una dinastía que ha tratado de actualizarse, pero que no ha superado vicios como los comportamientos oligárquicos de las aristocracias, ni los vínculos con la corrupción de los poderosos que no han de dar explicaciones porque encarnan “valores nacionales” supremos. Hasta que abdicó en 2014, Juan Carlos I reinó en una monarquía parlamentaria, pero el “poder del teléfono”, de su agenda de contactos a escala internacional, que aprovechó en beneficio propio, iba mucho más allá de una figura simbólica y siguió bastante intacto tras su retirada. Sin duda, su hijo Felipe VI tiene mucho menos margen de maniobra, porque la construcción política surgida de la Constitución de 1978 se deteriora, y se ve en la tesitura de frenar la deriva de los Borbones sin una idea clara de cómo hacerlo. Su padre y su familia no le ayudarán a lograrlo.