La conselleria d’Educació está haciendo muchas acciones que, más allá de las curriculares, las docentes y las discentes, eran muy necesarias para el sistema educativo y nos colocan a la altura de los más desarrollados países europeos. Así, el pasado día 9, la directora de Inclusión Educativa publicó una “Instrucción”, dirigida a la comunidad escolar, para “la intervención en autolesiones y conductas de suicidio”. La guía es un amplio y muy pormenorizado protocolo de prevención, detección, comunicación, intervención, seguimiento y actuaciones ante estas conductas (es muy preocupante el número de alumnado que se autolesiona y/o se suicida –muchos por acoso escolar-). Tan bien realizada está la guía que remito a la página web de la conselleria d’Educació donde cualquiera puede informarse en sus 17 páginas para el abordaje de este tipo de casos.
Aunque el suicidio es la primera causa de muerte violenta en España (unos 4.000), hay todo un silencio en torno a él. Silencio entre los familiares, entre quienes lo intentan y silencio también la mayoría de las veces en los medios de comunicación que apenas lo mencionan por miedo al efecto imitación. Sin embargo, hoy está demostrado que bien tratado y comentado por todos los implicados es la mejor prevención posible. Como dijo Thomas Szasz, en la época actual la visión del suicidio como manifestación de un trastorno mental es presentada no solo como verdadera, sino como beneficiosa tanto para los pacientes como para el resto de la población. Esta afirmación tiene dos implicaciones: por un lado no se ve a la persona como un ser malvado por sus actos, pero, por otro, lo estigmatiza al considerarlo loco. El estigma aquí es un constructo social sin base científica, pero consigue aumentar el sufrimiento individual y familiar, dificultando el uso oportuno de los servicios de salud, la búsqueda de ayuda y la evolución del proceso, malhiriendo la conciencia del suicida con la muy probable recaída. Por ello en la enseñanza es un tema a tratar desde todos los puntos de vista. El estigma sobre el suicidio se basa en la ignorancia de sus causas, y la reducción del estigma está ligado a la educación y la concienciación. Hay pues que crear dinámicas de grupo y debates entre gente estigmatizada en contacto e interacción con los demás para deshacer falsas creencias y mitos, animando a su comprensión y plena inclusión sin complejos (obviamente no se trata de animar al acto, normalizarlo o hacerlo glamuroso: no estamos en Japón con su honor a salvo gracias al harakiri, ni sirven como ejemplares los muchos artistas y músicos que se suicidaron). Redoblando la problemática hay muchas casuísticas para quienes toman tan irreversible o dura decisión. Medicalizar el suicidio puede ser útil, pero es imprescindible una intervención biopsicosocial en contacto con la escuela. Como quiera que la guía que ha elaborado conselleria ya he dicho que es muy completa para la prevención creo que vale la pena reflexionar un poco más allá sobre el suicidio.
Decía Albert Camus que el suicidio era “el único problema filosófico verdaderamente serio”. Que alguien decida autoaniquilarse –y más si es ateo o agnóstico, y no tiene ningún trastorno mental- sabiendo que vida solo hay una, y que, aunque sea porque por existir la muerte, la vida es un absurdo o un fraude, el suicidio es una rendición y un fracaso de nuestra personal humanidad. He ahí las múltiples incógnitas y perplejidades que nos pone cual espejo el suicidio de otro. “Juzgar si la vida vale o no la pena es responder a la pregunta fundamental y primera. Lo demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías… se trata de juegos: viene a continuación”. Expone Camus en Ensayo sobre el absurdo (1943) el tema central de toda su obra: el absurdo nace de la confrontación entre la experiencia del mundo y el deseo desenfrenado de claridad. El suicidio, piensa, no puede ser la salida de este absurdo. La vida carece de sentido en sí misma, pero afirma que negarle un sentido propio a la existencia no equivale a decir que la vida no vale la pena vivirla. No hay otra salida que tomar conciencia de lo absurdo y vivir la vida que “se vivirá tanto mejor si no tiene sentido”. El absurdo saca a la luz “mi rebelión, mi libertad y mi pasión”. Joan Fuster, racionalista que tradujo cinco libros de Albert Camus, se preguntaba que por qué la vida tenía que estar obligada a tener sentido.
Lo que a estas alturas del siglo XXI nadie puede hacer es negar el respeto al suicida (o castigarlo como hacía el franquismo): sería impiedad, muy propia de algunos religiosos. No obstante, como en todo, también hay suicidios indignos, inmorales, y muy cobardes: los de Hitler, Goebbels, Göering, Himmler… o los de los asesinos de mujeres y niños que después se suicidan. El sociólogo Durkheim ya diferenció cuatro tipos de suicidio: 1- El altruista (pedido por la sociedad). 2- El egoísta (se da en individuos no fuertemente integrados en su grupo social). 3- El anómico (ruptura con la sociedad por problemas económicos, de prestigio, de seres queridos…). 4- El fatalista (cuando una represión excesiva del Poder termina aplastando a los individuos).
Por desgracia continúa siendo en nuestra cultura judeo-cristiana un tabú y un estigma. De ello son culpables las religiones monoteístas –pues hablar de ello, si se da el caso, como hemos apuntado, es preventivo-. El catolicismo, por ejemplo, extiende el mandamiento de “No matarás” a uno mismo dado que la vida la ha dado Dios y “somos administradores y no propietarios de nuestra vida. No disponemos de ella”, dice su Catecismo oficial. Muy crueles fueron Agustín de Hipona y Tomás de Aquino en sus dictámenes de que era el máximo pecado mortal. Porque para ellos vivimos de alquiler, solo somos usufructuarios de una propiedad divina que es nuestra vida. Otra cuestión es que la Iglesia haya hecho cruzadas y bendecido guerras por doquier a lo largo de la historia. Y otra que para los que no creemos en nuestra eternidad tenemos derecho y orgullo de ser los únicos señores y dueños de nuestra vida y de decidir darle fin. Faltaría más. Los estoicos apuntaban la conveniencia de vencer a la muerte con la muerte. La muerte que uno mismo se da no le puede hacer nada, por ello no tiene por qué temerla. Existieron maestros de la moral como Séneca que defendieron la licitud del suicidio.
La muerte voluntaria, aceptada con pleno conocimiento de causa era para Hegel la manifestación de la suprema Libertad: si el hombre no pudiese matarse sin ‘necesidad’ no sería hombre. Y aunque no es muy conocido, también un joven Karl Marx publicó un libro Sobre el suicidio, donde ya ilustraba –antes del Manifiesto- los aspectos desnaturalizados, anómalos, contradictorios, alienantes y explotadores del capitalismo que derivaban en muchos suicidios. Era también este libro la primera y contundente reflexión contra la opresión de las mujeres, contra la violencia de género, la tiranía familiar y el Patriarcado. (Un inciso: Marx no solo fue un gran economista y filósofo: también hablaba seis idiomas, y escribió 5 libros de aritmética y de cálculo infinitesimal –“un vago” dicen que era Jiménez Losantos y Escohotado-) Otros defensores del suicidio fueron la hija de Marx, Laura, y su marido Paul Lafargue, ambos activistas y escritores que escogieron juntos el momento de su muerte. Otros filósofos se opusieron al suicidio como Kant; o John Stuart Mill: su defensa de la libertad y la autonomía queda anulada si un hombre toma una decisión que le impedirá tomar futuras decisiones autónomas. Ha habido muchos más pensadores con posiciones encontradas y bien razonadas al respecto.
Quiero hacer ahora una inflexión para señalar que desde el principio del siglo XX se sentenció, bajo supuestos estudios pseudocientíficos, la inducción de los niños y adolescentes al suicidio organizado. Hay una larga bibliografía de panfletos, libelos y peroratas fascistas y nazis que animaban a la juventud a entregar su vida yendo a la guerra, antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Se creó como mito que la juventud incluía la autoinmolación: el consentimiento a la propia muerte. Con la sacralización de la juventud se correspondía la sacralización del ‘suicidio’. Eduard Spranger en su Psicología de la juventud, de 1925, afirmaba que “la juventud es justamente propensa a darle un ultimátum a la vida” y que “del desarrollo joven y normal de la juventud forma parte un cierto anhelo de muerte y tanatofilia”. La invención de un culto nacional a la juventud respondía a una exigencia de organización del servicio militar obligatorio para conseguir la expansión de las tierras de Alemania e Italia. No por casualidad el término “infantería” deriva de la palabra latina infans pues eran niños pequeños y muchachos los soldados de a pie que enviaban en las primeras filas como ‘carne de cañón’ ante la artillería.
La enseñanza obligatoria y el servicio militar obligatorio son, junto con las obligaciones tributarias, pilares elementales de los Estados nacionales. Pero mientras que los suicidios escolares tuvieron gran repercusión en la cultura del fin de siecle, se sabe poco de los suicidios en el ejército de la II Guerra Mundial que no fueron cometidos por motivos de honor tras una derrota: la obligación de ir a la guerra anula la pretensión de que mi propia vida me pertenece. Fue el máximo ejemplo de ‘suicidio colectivo’ inducido y ordenado por el Estado –como en algunas sectas-, mientras que el suicidio individual voluntario es el único acto que afirma sin contemplaciones el derecho a decidir sobre la propia vida. Pero, para “ellos” el suicidio individual voluntario era innoble deserción, cobardía, aberración, traición: nazis y fascistas no podían ni nombrarlo. Para colmo, como apunta el escritor nazi Ernest Jünger: “Adonde quiera que desertemos siempre llevaremos con nosotros el uniforme nativo. Y ni siquiera suicidándonos escaparemos de nosotros mismos”. Diga lo que diga este gran escritor, pero nazi, ante situaciones extremas como aquellas nuestro honor y valor supremo, nuestro capital, es o puede ser la posibilidad de suicidarnos. Eso es innegociable.