El poder emana del pueblo, dice el principio básico de la democracia, y eso se consigue con los votos, con los votos y un poco de memoria, porque parece que las urnas con frecuencia traen el olvido.
Luego resulta que el poder es plural, aparecen tres poderes, independientes, pero que siguen emanando del pueblo. Dos de ellos son democráticos, pero uno, el judicial, no tanto, porque tiene vericuetos, no lo elige el pueblo y requiere una titulación larga y costosa que no está al alcance de todos. Somos iguales ante la ley, con excepciones inaceptables, pero no todos podemos acceder a impartirla. Una grieta.
Pero luego hay más poderes que se escapan a cualquier filtro. El llamado cuarto poder, los medios de comunicación, está en otra esfera y, amparado por la libertad de expresión, con frecuencia se acerca peligrosamente a la media verdad, a la mentira y al bulo. La verdad no está sometida a la mayoría, es cierto, pero la mentira, y más todavía la mentira pública, debería estar seriamente perseguida.
Y tenemos un problema, porque la democracia está desarmada ante el bulo. No sabemos defender la verdad frente a la mentira, es como poner puertas al campo, y confundimos el derecho a la diversidad y la opinión con la libertad de mentir. La derecha lo sabe, toma buena nota, sobre todo ahora en plena extensión de unas redes sociales abonadas a las falsedades rápidas y difíciles de desmentir.
Para ese cuarto poder derechizado, todo vale. Luis María Ansón ya lo decía públicamente en 1998, “para terminar con Felipe Gonzáles se rozó la estabilidad del estado”. La prensa conservadora se coaligó porque no había otra manera de derribar al socialismo, y se hizo “atizando el fuego de la justicia”. Lo dijo públicamente, y nos quedamos tan tranquilos. Desde hace décadas los conservadores manejan el cuarto poder a su antojo, y no pasa nada. La democracia se desangra, pero no reacciona.
Resulta imprescindible rearmarla para que, de verdad, el poder resida en el pueblo, y los votos determinen la vida colectiva. Hay que democratizar la justicia y hay que poner límites a la libertad de expresión. No hay libertad sin límites y hemos de ser muy cautos a la hora de determinar esos límites justos e imprescindibles.
Estamos en un momento clave de la democracia occidental. La torcida interpretación de la libertad nos ha puesto a los pies de los caballos, unos caballos cabalgados por jinetes que solo creen en su propia libertad, no en la compartida, y están dispuestos a imponerla utilizando las grietas que hemos dejado abiertas.
Seguramente es el momento de coser esas grietas, pensar sobre ellas, buscar alternativas colectivas y aunar esfuerzos de progreso más que mirar con lupa nuestras diferencias.
Solo la unidad derrota la impunidad.