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La irrelevancia del títere Fabra

Acabamos de empezar el curso político y, sin embargo, ya hiede a viejo, a rancio, a telefilm previsible de domingo por la tarde. Alberto Fabra es el protagonista desganado de una historia aburrida y con guión de saldo; una historia que no interesa a una audiencia que ya no le presta atención.

Y es que si en alguna cosa coinciden todos los que siguieron el debate del estado del País Valencià, hace justo dos semanas, es en el denso sopor que se podía masticar en el parlamento autonómico. Propuestas que podrían haber llegado en un manuscrito marciano, como la de la libertad de horarios comerciales en todo el territorio valenciano, un despropósito más a añadir a las ocurrencias de Fabra, y que además desde el minuto cero ha encontrado la oposición frontal del pequeño y mediano comercio. Que esta medida sea lo más destacado que el Consell haya ofrecido a los ciudadanos da una idea de cuál es el impulso de gobierno en este momento. Sin gasolina, sin volante, con las ruedas pinchadas y el maletero cargado de cemento y deuda que le impiden llegar a la estación de servicio más cercana. Haría reír si no fuese una línea más de este macabro libreto de telenovela de serie B que estamos obligados a visionar todos los valencianos, como Malcom McDowell en la Naranja Mecánica.

El rodillo parlamentario alcanza en Les Corts su máxima expresión: veto sistemático a las comisiones de investigación (con la ignominia del accidente de metro como grotesco estandarte de su mezquindad), protección y cobijo a los imputados (sin los cuales el PP perdería su mayoría absoluta), arbitrariedad en las decisiones que afectan la vida parlamentaria, oídos llenos de hormigón para no escuchar ni una sola demanda social o de la oposición.

La irrelevancia de Fabra, un presidente títere que apenas sabe hablar un idioma y desconoce el propio de los valencianos, que jamás levanta la vista del papel y nunca contesta a lo que se le pregunta, es manifiesta y palpable: en los recovecos de su incompetencia se encuentra la razón del naufragio del Consell. Asediado por un entorno hostil, con el enemigo en casa, luchas intestinas –se está repartiendo ya la chatarra que quedará a flote del buque popular en 2015-, Fabra tan sólo es capaz de hacer tímidos esfuerzos en marcar la agenda en temas menores y baladís. En aquello que importa, como la financiación, se pliega ante el gobierno central sin tan siquiera intentar defender un poquito nuestra dignidad. El espectáculo del año pasado a cuento de las enmiendas de los PGE fue tan lamentable como sintomático.

Alberto Fabra, quien presume de la no intervención de la autonomía por parte del Estado, tiene una visión tan distorsionada de la realidad que no se ha dado cuenta de que él es en realidad el hombre de negro de Montoro. La pregunta clave es: ¿Qué lo diferencia de un tecnócrata impuesto desde la distancia? ¿Qué habría hecho el hombre de negro de Montoro que lo diferenciase de Fabra? Absolutamente nada. Como muy acertadamente lo califican desde la oposición es tan sólo un gris y servil gobernador civil, cuya prioridad no son los valencianos, sino acatar órdenes de Madrid. Y eso, como ciudadano, hastía aún más un 9 d’octubre, fecha simbólica en la que el Partido Popular dará unas cuantas lecciones de valencianía cuneiforme.

Decía Johnny Cash en su canción que él vestía de negro por los pobres, por los enfermos, por los ancianos que están solos, por los barrios hambrientos de la ciudad. Decía que sabía que había cosas que probablemente nunca estarían del todo bien, y que había que cambiar muchas más; decía Cash que le gustaría vestir con los colores del arcoíris, pero que hasta que no viese que empezábamos a hacerlo bien no iba a cambiar su vestimenta. Lástima que Alberto Fabra se haya enfundado el traje al revés: castiga al hambriento, ignora al discapacitado, se olvida del pobre, maltrata al enfermo. En vez de llevar la pesada carga del negro para que lleguen los primeros rayos de luz, Fabra calcina a conciencia nuestro futuro, legándonos hollín y ceniza, tiñéndolo todo de azabache, como un oscuro y débil rey Midas al que sólo importa su supervivencia y rendir pleitesía a sus amos.

En el iPod de Alberto Fabra quizás suene Johnny Cash, pero no ha entendido una sola línea de lo que cantaba el de Arkansas.