Cuando nace una criatura (e incluso antes), una serie de indicios llevan al equipo médico a asignarle uno de los dos sexos que nuestro código socio-sexual binario establece: es niño o es niña. Pero puede que los indicios no sean claros. O puede que, pareciendo claros, otros menos visibles vengan a poner en cuestión la asignación inicial. Lo que entendemos como sexo biológico es fruto de una combinación de factores cromosómicos, hormonales, gonadales y genitales, no siempre perceptibles a simple vista. Con frecuencia no apuntan en un mismo sentido: según la ONU, un 1,7% de la población mundial presenta rasgos intersexuales. Puede que, por encima de consideraciones biológicas, el personal médico se equivoque y asigne a una persona un sexo al que ella no siente que pertenece. Esta posibilidad existe desde que el sexo biológico se vincula a roles de género, desde que sexo y género se construyen como una única realidad indisociable.
Así, son diversas las razones por las que algunas personas dicen que su sexo no es el que otros dijeron, sino el que ellas saben que es. En esto consiste el derecho a la autodeterminación de la identidad sexual y expresión de género: en poder afirmar quién eres, con independencia de cómo te vio y construyó la sociedad cuando naciste, sin preguntarte. Ello incluye la posibilidad de no identificarse como hombre ni como mujer, sino como un tercer género no binario (posibilidad reconocida jurídicamente cada vez en más países de nuestro entorno: Alemania, Austria, Países Bajos, Bégica, Islandia, entre otros).
Hace años que el derecho a la autodeterminación de la identidad sexual está reconocido por el derecho internacional de los derechos humanos (principios de Yogyakarta 2007; Yogyakarta 2017). El Tribunal Europeo de Derechos Humanos lo estableció así hace ya más de una década, como parte del contenido protegido por los artículos 8 y 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Este tribunal ha señalado recientemente que no se puede exigir a nadie que se someta a esterilización o tratamientos de reasignación para acceder al cambio registral de su nombre y sexo, pues eso colocaría a la persona ante el dilema de elegir entre dos derechos: la preservación de su integridad física y la autodeterminación de su identidad sexual y de género.
Este derecho incluye la despatologización. Los colectivos trans llevan décadas requiriéndola: ser trans no es una enfermedad ni una patología; como tampoco lo es ser intersexual o intergénero. Así lo reconoció la OMS en 2018, cuando hizo pública la despatologización de la transexualidad, avalando que quien autodetermina su identidad transitando hacia un sexo-género distinto del asignado no precise del visto bueno de un “experto” externo. En el estado español, 12 comunidades autónomas ya lo reconocen así en el marco de sus competencias, mediante leyes autonómicas impulsadas en la mayoría de los casos por el PSOE, la primera de las cuales se aprobó en 2014 en Andalucía.
El borrador de ley trans estatal que ha dado a conocer el Ministerio de Igualdad recoge estos avances en materia de igualdad y no discriminación de las personas trans para modificar la ley 3/2007, que exige para el cambio del nombre y el sexo registral el aval “externo médico” y años de tratamiento. Por eso esta ley es una buenísima noticia y su aprobación es más que necesaria.
Y llama la atención la oposición que está causando en algunos sectores del feminismo, que afirman que pone en peligro a las mujeres cis; que nos priva de espacios físicos y jurídicos seguros. También sorprende que tales afirmaciones se profieran sin el respaldo de datos, sin más fundamento que el recelo que producen los cambios en las reglas del juego social derivados de integrar en él a colectivos social y jurídicamente postergados.
Sobre la afirmación de que la futura ley pone en peligro la seguridad física en los lavabos, no se sabe de ninguna mujer trans que haya agredido en uno a otra mujer, pero sí sabemos de mujeres trans que son agredidas tanto cuando utilizan un lavabo de chicas como cuando se les obliga a utilizar un lavabo de chicos. Lo mismo cabe decir sobre la afirmación de que el borrador de ley trans amenaza con incrementar la violencia de género: lo que nos consta es que las mujeres trans también la sufren, y no es ni menos violencia ni menos machista.
Sobre la dificultad de mantener las estadísticas, no se alcanza a ver el problema de requerir mayor elaboración para integrar a colectivos (intersexuales, intergénero) hasta ahora invisibilizados. Una realidad social compleja precisa que los datos que la explican también lo sean. Tampoco se alcanza a ver el problema de que un porcentaje pequeño de mujeres y de hombres trans sean contados como hombres o mujeres, respectivamente, ni qué alteración fundamental puede suponer que su tránsito al sexo-género sentido se haya producido sin patologización previa.
En el fondo de estos argumentos subyace la frívola afirmación de que, sin esa previa patologización, el tránsito a un sexo-género distinto del asignado se producirá por razones estratégicas, con el fin de copar espacios de poder. Es la idea que alimenta la afirmación de que los varones se declararán mujeres para integrar listas cremallera. A ello sólo cabe responder con dos afirmaciones que deberían ser obvias.
La primera es que resulta increible que desde sectores que se llaman feministas se afirme que ser mujer es en esta sociedad fuente de privilegios; que el deseo de acceder a medidas de acción afirmativa que intentan reducir los desequilibrios de poder a favor de los varones pueda mover a éstos a dejar de serlo; que pueda moverlos a asumir las dificultades añadidas de ser mujer trans. Además, las mujeres trans no nos usurparían ningún lugar ni ningún derecho a las mujeres, precisamente porque son mujeres.
La segunda es que, como sabe cualquiera que haya tenido la suerte de conocer de cerca a una persona trans, el tránsito al sexo-género sentido no es un proceso inocuo. Es doloroso y costoso, está lleno de obstáculos, dificultades y de un sufrimiento que esta sociedad intensifica estigmatizando a quienes no se “ajustan” al binarismo heteronormativo.
A lo que esta ley aspira es a facilitar que el tránsito pueda ser también un proceso feliz de autoafirmación. Como sociedad tenemos la obligación de eliminar el sufrimiento añadido, innecesario, que los actuales procesos imponen. Tenemos la obligación de hacerlo porque (duele tener que recordarlo) las personas trans tienen, como las cis, el derecho constitucional e internacionalmente reconocido a no sufrir trato desigual y discriminatorio. Más allá de que el actual borrador precise ser perfilado y mejorado en algunos aspectos, su apuesta por la autodeterminación de la identidad sexual y expresión de género es motivo de celebración. Con ella no se empeora la situación de nadie, más bien se introduce una mejora notable en la situación de muchas personas.
*Blanca Rodríguez Ruiz (Universidad de Sevilla)
Ruth M. Mestre i Mestre (Universitat de València)