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Las medallas de los nazis de Dénia

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Es de esperar que la subasta que realizará la Generalitat de las medallas nazis y franquistas encontradas entre las pertenencias de una alemana afincada en Dénia tras su muerte, tal como informan La Marina Plaça y El País, sea un éxito, eso parece previsible. Porque, por más que el nazismo y el fascismo fueran derrotados en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, no así el franquismo, lo cierto es que sigue causando fascinación entre determinados sectores. La teoría nos dice que existe un consenso social y político en torno a lo pernicioso de sistemas políticos que fueron elitistas, excluyentes y fuertemente intolerantes con los no adeptos, profundamente antidemocráticos. Así lo leemos, así se difunde en ámbitos educativos y académicos, pero lo cierto es que el nazismo produce también fascinación. Lo vemos, aunque nos cueste comprender, entre jóvenes y no tan jóvenes de extrema derecha, que buscan poner en valor principios claramente dañinos para el conjunto de la ciudadanía, sobre todo, porque en su imaginación conciben un mundo en el que sólo caben ellos y ellas, en una suerte de sociedad egocéntricamente perfecta.

Pero hay más, porque el nazismo puede producir no sólo fascinación, sino también morbo. Nada de todo eso cambia los hechos históricos pero sí que conduce a los oídos no educados con un sentido mínimamente ético de la vida a la inmundicia de lo sórdido. Y eso produce una importante “bajeza de pensamiento”, como diría el catedrático de Filosofía de la Vall d’Uixó, Juan Carlos Castelló, citando a autores como Deleuze. Se trata, en definitiva, de bajeza moral y ética, y en última instancia, diría que de ignorancia, entendida como una visión distorsionada de la realidad.

Estuve por primera vez en Mauthausen en mayo del año 2009, viajaba con Adrián Blas, delegado de la Amical, y fuimos testigos de unos hechos que creo que pueden aportar luz a la idea: grabando imágenes en Ebensee, campo satélite de Mauthausen, unas galerías bajo tierra donde el régimen nazi fabricaba misiles aéreos. Se celebraba el 64 aniversario de la liberación del campo y hasta allí se habían desplazado deportados supervivientes de numerosos países, como cada año. En teoría, era una conmemoración que debía recordar el exterminio vivido. Sin embargo, mientras los supervivientes franceses rendían homenaje a sus muertos ante el monolito de su país, unos jóvenes provistos con pasamontañas les atacaron con armas de aire comprimido, y como tenían buena puntería, los balines de goma les alcanzaron. Recuerdo el revuelo, al grupo de italianos increpándoles intentando alcanzarles. Recuerdo haber oído que los deportados franceses entraron en pánico y que pidieron coger el primer vuelo de vuelta a su país. Así lo hicieron. No se quedaron hasta el final de “fiesta”, prevista para el día siguiente. Poco después, la policía austríaca detuvo a cinco jóvenes, ninguno de ellos llegaba a la mayoría de edad (tenían entre 14 y 17 años), y las autoridades austríacas los dejaron en libertad porque lo ocurrido fue considerado oficialmente como una “gamberrada”. En España, sólo La Vanguardia se hizo eco de aquellos hechos en su edición impresa del 12 de mayo de 2009. Estamos hablando de unos años en los que aún no habíamos entrado en la fase de involución histórica en la que nos encontramos ahora.

Pues a poco que se indague, el primer resultado que obtenemos al preguntarnos el porqué de esa fascinación es una admiración irrefrenable por el poder (léase poder con mayúsculas). La búsqueda del poder en sí mismo es una de las primeras manifestaciones externas de la codicia humana. Y en una sociedad fuertemente desempoderada como la que vivimos en la actualidad (crisis económica no resuelta, precariedad, pérdida de poder adquisitivo, pandemia, y lo que nos queda por ver) se crea el caldo de cultivo perfecto para el ascenso de las posiciones políticas extremas.

Poder es lo que buscaron los donnadies como Adolf Eichmann. Perdido e incapaz de encontrar su sitio en la Alemania del Crack del 29, sufrió su particular catarsis cuando fue aceptado en las filas hitlerianas y se miró al espejo ya con el uniforme nazi. A partir de entonces se consideró vio como una especie de ser supremo con capacidad para crear y destruir, en una especie de paranoia o delirio que los psiquiatras sabrán explicar mejor que yo. De todo aquello dejó constancia Hannah Arendt, tras asistir en 1961 al juicio en Israel contra un Eichmann impasible ante las pruebas fotográficas de los trenes de la deportación que le fueron presentadas como prueba de sus crímenes. De ahí, el concepto de “la banalidad del mal” que sigue siendo un referente cuando nos referimos, sobre todo, a aquello que es amoral. Inolvidables las imágenes de la cara de aburrimiento e indiferencia del criminal de guerra ante las fotografías del horror. Y así se mantuvo en sus trece hasta el momento de su ejecución, no sé si por aquello de que un mediocre no se recupera nunca de un éxito, o por una falta total de consciencia o de capacidad de discernir entre el bien y del mal.

El problema es que en España llueve sobre mojado. Si en Europa existe consenso sobre el nazismo y el fascismo, que al fin y al cabo perdieron la guerra, (en esto nos llevan ventaja), en España asistimos a un fuerte empuje de la derecha dura y rancia sin que en todos estos años se haya producido ese consenso referido al franquismo como ha ocurrido en el resto de Europa. Al fin y al cabo, Franco ganó la guerra, aunque fuera con la ayuda pasiva de los gobiernos de las grandes democracias europeas de entonces, una responsabilidad nunca asumida. Y en estas estamos cuando aparecen unas medallas en Dénia, un hecho totalmente circunstancial, tras la muerte abintestato de una mujer alemana de aquel régimen nazi condecorada también, según se desprende de lo publicado, por el franquismo.

El improbable éxito que representaría que nadie pujara por ellas, nos lleva a preguntarnos si esa subasta no debería ser reconsiderada por mucho que la ley así lo prevea en estos casos. Porque me parece de mayor sensatez y honestidad política, apostar porque queden expuestas en un lugar adecuado como símbolo de la ostentación de una locura que sumió a Europa occidental en el medio siglo más violento de su historia. Y también de lo más bajo del ser humano que, en este caso, encontró refugio y cobijo a su vez entre lo más bajo que quedó en la Europa de posguerra, la España de Franco.