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CV Opinión cintillo

Niño con pantalón corto en las rodillas de señor con sotana

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Me preguntan si me ha afectado. Respondo que he vivido con ello, que no me ha impedido amar, ni reír, ni trabajar, ni me ha hecho aborrecer mi sexualidad No se sorprende al contarle que 55 años después es cuando más revivo una experiencia infantil a la que incorporó detalles escondidos en algún recoveco del olvido. Las pocas veces que lo comentaba, incluso aparentando bromear, solía referirme a ese abuso sexual con la expresión “me tocó la polla un franciscano”. A lo bruto.

Una experiencia que en su momento ni siquiera me alejó de la iglesia católica, una vivencia de la que durante años el recuerdo que más ha pervivido, tan triste como folklórico, es que aquel franciscano de un pueblo grande de Castellón, que tampoco recuerdo si era Villarreal o Burriana, me regaló un mechero después de sacar la mano de la bragueta y acabar con su cancaneo por mi entrepierna. ¡Un mechero a un niño de ochos años! Uno metálico, grande, pesado, al que apenas le duró el gas una semana.

¿Si lo he guardado como algo vergonzante que no se quiere o no se puede contar para no sentir la angustia que provoca una vivencia así?  He cargado con ello, aparcado, relativizado, en una cierta nebulosa favorecida por la disminución de mis visitas a la ciudad donde ocurrió. La escena del niño con pantalón corto en las rodillas de un señor con sotana y manos largas ha irrumpido con mayor frecuencia durante los últimos tiempos, cuando han aparecido noticias sobre abusos sexuales de los miembros de la iglesia católica en medio mundo. Al escucharlas se asoma el recuerdo, se agita el ¿trauma emocional? Le pongo un rostro que es el mío.

Fue especialmente impactante la película Spotlight. Tras verla me decidí a escribir por primera vez sobre ese pasaje que no ha condicionado mi vida pero que seguía estando ahí cuando en verano visité esa iglesia con convento anexo de la que era vecino, en la que me bautizaron y comulgué, a cuya escuela asistí dos años, en cuyo cine descubrí a Carmen Sevilla, Gary Cooper y Currito de la Cruz. Siempre en General, nunca en Butaca de Patio. Reconocí muchos escenarios de mi infancia. También la celda (les llamaban celdas, como en las prisiones) donde ocurrió.

 Conté que fui un niño manoseado. Una película me quitó el sueño, una sesión de cine nocturno se convirtió en billete -de polizón - para un viaje de varias décadas en el tiempo hasta aquel Teruel donde me tocó la polla un padre franciscano después de explicarme, a su manera, los misterios de la vida. En un tiempo oscuro esas experiencias tenían algo de generacional. Muchos éramos los llamados y bastantes los elegidos.

A menudo he pensado que tuve suerte porque no me violó ni me forzó a hacerle una mamada, como les ocurrió a algunos de los niños de los que abusaron los sacerdotes de la diócesis de Boston, ¡más de 240 religiosos!, cuyas fechorías e impunidad sacaron a luz los periodistas del Boston Globe y contó una película que eludía lo explícito para centrarse en lo sistémico. Como la corrupción política, para nada eran casos aislados.

 Ni me he suicidado como algunos de esos niños ni me jodieron vida. Tampoco lo he olvidado, porque una experiencia así deja huella, se arrincona en la memoria y nunca se borra del todo. Lo he sobrellevado y relativizado como un capítulo cutre y vergonzoso de la infancia que produce una rabia esporádica y cada vez más lejana; que evoca un   tiempo de silencio de cordero en el que ni siquiera me planteé contárselo a mis padres. Que no lo contara a nadie fue precisamente lo que me pidió el franciscano mientras me regalaba el primer mechero en la vida de un crío que aún tardaría tres o cuatro año en fumarse su primer pitillo.

Alguna vez fantaseé con buscarlo para partirle la cara y decirle que era un mal nacido y un hijo de la gran puta, pero no lo hice. Seguramente ya esté criando malvas mientras yo sigo aquí para reencontrarme con esa vivencia, revisitarla sin angustia, saber que pasó, que no fue un mal sueño, y   darle vueltas, con distanciamiento, a las circunstancias personales y medioambientales, tan provincianas, que hicieron que aquel clérigo pervertido me eligiese, ¿por empanado?, para manosearme mientras simulaba expresarme su afecto y ponerme al tanto de los misterios de la naturaleza y el enigma de la vida. Le deseo un largo y penoso infierno.

Me pregunto, sin complejos, cuáles eran mis tristezas, mi vulnerabilidad, mis flancos débiles, mis carencias afectivas, y sigo sin tener claro   que haya acabado de encontrar las respuestas. Aplaudo a quienes, desde el dolor y la rabia, denuncian y luchan para derribar muros de silencio tan entreverados de metal como el Telón de Acero, para desenmascarar la omertá clerical y social y la complicidad de pensamiento, palabra, obra u omisión de una sociedad tan nominalmente católica como dispuesta a tapar esos delitos.

 Manoseadores de niños con pantalón corto, abusadores con hábito y potestad para administrar sacramentos, aprovechados del relajo corporativo, social, judicial y hasta policial. Amparados en el temor y la coacción o en el miedo de las víctimas a ponerse a malas con los representantes de dios en la tierra. En Boston, Dublín, París, Astorga, Montserrat o lugares como Teruel, donde no había ni periodistas ni periódicos con tiempo y medios para tirar de una manta que apestaba. Abusos, aquí y allá, que al conocerse eran solventado con traslados, camuflados como bajas por enfermedad, tapados con compensaciones de mierda o ignorados con el   silencio de la jerarquía católica y también de todos los que no se han atrevido a contárselo ni a sus padres, ni a su mujer, ni a su pareja, como no se atrevieron a denunciarlo en un tiempo en que los sacerdotes mandaban la hostia.

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