Ríanse ustedes de la COVID, de sus secuelas económicas y de todos los inclementes cambios climáticos que nos acechan. Una batalla decisiva la acaban de ganar “algunos votantes buenos”, que por los pelos han desahuciado al trampantojo de mister Trump.
Cuando una peluquera de San Diego está decidida a cruzar vía aérea aquel vasto país en plena pandemia con la bandera del porche de su casa en ristre, con el pelo cardado, con las uñas afiladas prestas para arañar a cualquier ordenanza del Parlamento de los EEUU y pertrechada con rudimentarios utensilios de defensa personal en el bolso para asaltar el Capitolio es que la cosa estaba muy podrida, es que aquella descerebrada podía cambiar el rumbo de la Historia: con ella llegaba en vuelo regular el Fin del Mundo. Cuando un mecánico de motocicletas, sin mascarilla, a pecho descubierto en pleno invierno, cruza Montana, el gran Wyoming y unos cuantos estados más para salvar supuestamente a un magnate inmobiliario, a un millonario de rancio abolengo, a un mangante putero, clasista y presuntuoso de su despido laboral por incompetente es que el mundo necesitaba urgentemente un reset. En las encuestas, la fidelización del apoyo a Trump todavía se mantiene. Imaginen el desastre. ¡Esos romanos están locos de atar!
Que conste para la posteridad, que “algunos votantes buenos” nos han salvado de otra Gran Guerra. Primero hubiera comenzado a segregarse la Costa Este y le hubieran puesto un nombre rimbombante. Al cabo de un tiempo, la Costa Oeste, para no ser menos y no desfasarse con el retraso impuesto por el huso horario, hubiera solicitado por referéndum también su independencia. Trump, reelecto por millones de incautos tenderos, poseídos empleados de seguros, youtubers pirados y grotescos camareros, se hubiera tenido que atrincherar en la América salvaje y profunda del Medio Oeste, una zona que abarca a una docena de estados díscolos.
A los bárbaros europeos, imagínense con las ganar de guerrear que tendríamos en el cuerpo en plena pandemia, nos hubiera tocado ir al rescate de aquella pobre gente víctimas de un encantador de serpientes peligroso y fanático. La gran coalición liderada por la Mariscal Merkel se prestaría a liberarlos. El oportunista Boris Jhonson, biógrafo de Churchill, como siempre a la suya, se apuntaría a última hora a regañadientes cuando los sondeos pronosticaran una victoria aliada. Con su ejército imperial acudirían los Gurkhas nepalíes y la Policía Montada del Canadá. Una vez liberada América del neofascismo rampante, se confinaría a los cabecillas más peligrosos, los ataviados con cuernos y pieles de búfalos, en reservas diseminadas por el centro del país. Estados Unidos podría reunificarse de nuevo. La nueva presidenta les cortaría de inmediato el grifo de la wifi a esos exaltados salvapatrias y les ofrecería a esos colonos chalados tierras de cultivo para que se reinsertaran y se desintoxicaran.
Desde el mismo momento de la Liberación por las tropas de la UE, los tuits de Trump solo se podrían releer en presencia de un autorizado profesor de la ESO que supervisaría la visita guiada en un Museo Acorazado del Terror, ubicado en algún lugar del ala este de algún edificio requisado a la familia Trump en la periferia de Washington DC. Un museo al que tendrían prohibida la entrada obviamente los seguidores de su secta que todavía peregrinarían en vano hasta ese lugar de culto.
Amigos, de buena nos hemos librado. Por un puñado de papeletas, recontadas mil veces, este desastroso líder mundial descarnado, malcriado y embrujado por la vulgaridad ha sido desalojado de “su” Casa Blanca en el último asalto del combate, en el último suspiro de la prórroga. ¡Buffff! Nos hemos ahorrado un desembarco aliado en la costa de Maryland otro día D y un nuevo bombardeo japonés de Perarl Harbor.
Desengáñense. Las cosas quizá a partir de ahora no mejoren mucho en este caótico, arbitrario y desigual mundo que habitamos miles de millones de ser humanos, pero el inminente daño en las indefensas mentes teledirigidas de millones de tarados ultras ha sido desactivado temporalmente. Continuaremos la partida con nuevos sobresaltos, pero con un Trump confinado a perpetuidad entre los altos muros electrificados de un selecto campo de golf de 18 hoyos de su propiedad, situado en algún lugar secreto de Florida. Allí lo recluirán contando batallitas y firmando autógrafos en las gorras de los vigilantes jurados que lo custodian, la mayoría de ellos procedentes de los suburbios negros de Baltimore. Fin de la serie.