Llevo varios días rumiando palabras. Me cuesta organizarlas porque estamos de luto. Más allá del duelo oficial de tres días que decretó el Ayuntamiento de València, seguimos con el estómago cerrado y el corazón encogido. Con un nudo en la garganta que no se deshace porque lo que sucedió el pasado jueves no se digiere tan fácilmente. Diez personas muertas y centenares de afectados por un fuego que en menos de una hora se extendió por toda la fachada, con una rapidez y una virulencia inesperadas y que pronto empezó a recordar la tragedia de la torre Grenfell, en 2017.
El incendio nos puso frente al espejo de la realidad. Esa en la que, un día cualquiera, te levantas por la mañana y te dispones a ir a trabajar o a comprar o a vete tú a saber qué y cuando regresas, ya no queda nada de aquello que construiste. Tu biblioteca. El ordenador donde acumulabas todas esas fotos que tanta pereza te daba seleccionar para descargar. Los álbumes familiares heredados. El broche de la abuela. Tu chaqueta preferida. Ese imán del último viaje. El diario en el que ahora te das cuenta de que no anotabas más que tonterías.
De repente tu hijo te mira con ojos de espanto y te pregunta: ¿nuestra casa también se puede quemar? Apagas la radio o la televisión, cierras X y dejas de mirar los vídeos que te llegan a través de whatsapp para que no se entere de que dos niños han muerto abrazados por sus padres. Las llamas nos han mostrado la fugacidad de la vida. Del poco valor que tiene lo material y de lo mucho que necesitamos a nuestros vecinos y vecinas. De la importancia de la comunidad, de conocer como se llama la persona con la que compartes rellano, saludos, el tiempo y alguna que otra confidencia.
En la hora de la verdad, son las personas anónimas con las que nos cruzamos cada día sin prácticamente mirarnos a la cara, las que organizaron de manera espontánea una cadena humana de solidaridad para hacer frente a la urgencia de arropar a quienes quedaron a la intemperie. Las Fallas, las parroquias, los gimnasios, los bares y las tiendas del barrio. Todo el mundo se volcó de inmediato y sin esperar nada a cambio.
Nos hemos dado cuenta de que son los servicios públicos los que nos salvan. Los que acuden a contener las llamas con sus propias manos si es necesario. Esos servicios públicos que el jueves se vistieron de bomberas y bomberos para luchar hasta la extenuación contra un infierno en el que solamente ellos saben el horror que vivieron. Ahora que todos les aplaudimos, incluso quienes, por desconocimiento o mala fe, solo saben hablar de bajar impuestos, sorprende que haya quienes se ofenden porque recordemos que una de las primeras medidas de Carlos Mazón al llegar a la Presidencia de la Generalitat fue eliminar la UME valenciana.
A quienes tanto se ofenden también hay que explicarles que, gracias a esos impuestos, el Ayuntamiento de València dispone de un edificio de nueva construcción de 131 pisos en el barrio de Safranar para alojar a las familias afectadas por el incendio. Un inmueble que se adquirió ejerciendo el derecho a tanteo y retracto que aprobó el Gobierno de Ximo Puig. Ahora que María José Catalá se pasea por ellos como si los hubiera construido con sus propias manos, no debemos olvidar que 53 senadores del Grupo Popular interpusieron un recurso de inconstitucionalidad que el Tribubal Constitucional desestimó, contra ese mismo mecanismo del Botànic.
Y sí, llevo varios días dando vueltas a estas palabras que escribo agitadas por el respeto y por la prudencia, pero centrifugadas por la indignación de ver cómo dos días después de la tragedia se utilizó a personas en situación de vulnerabilidad para que María José Catalá pudiera escenificar un nuevo un besamanos y ofrendar nuevas glorias a su partido. En mi retina (y en mi móvil) queda registrado el momento en el que los cinco emotivos minutos de silencio, roto por un atronador aplauso, dieron paso a una escena que jamás pensé que alguien podría autorizar en un acto público de esta trascendencia.
De detrás de las vallas aparecieron varios de los afectados por el incendio, encabezados por el conserje del edificio. Mientras ellos avanzaban en fila, Catalá se adelantaba un paso para que la pudieran saludar. Estrechó la mano de Julián y le cogió por los hombros para girarlo hacia Carlos Mazón y Alberto Núñez Feijóo, plantado protocolariamente en la primera fila de autoridades. Pero no acabó ahí la manipulación partidista. Catalá agasajó a su presidente hasta el punto de organizarle una comparecencia ante los medios de comunicación con recursos municipales que, posteriormente, retiraría para que nadie más los pudiera utilizar. No se sabe en calidad de qué intervino Feijóo, pero sí que se vivieron momentos de absoluto bochorno.
Espero, de verdad, que no se repitan estas situaciones porque las víctimas no merecen que les den la espalda cuando se apague el foco mediático. Y hablando del olvido… El incendio de Campanar sobrecogió a una sociedad que no sufría una tragedia desde el accidente de metro del 3 de julio de 2006, donde fallecieron 43 personas y otras 47 resultaron heridas. Un hecho que forma parte de una manera vergonzosa de nuestra historia por el tratamiento informativo, por el trato institucional a las víctimas y por el aletargamiento de una sociedad a la que le costó mucho reaccionar ante la injusticia. Las víctimas tuvieron que salir en un programa de televisión para dejar de estar solas cada día 3. Que no vuelva el olvido, por favor.