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CV Opinión cintillo

La prohibición de los móviles en la escuela

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Como profesor, he sido testigo muchas veces de cómo a menudo recae en la escuela la responsabilidad de resolver la mayoría de los problemas relacionados con la infancia y la adolescencia. Todo problema relacionado con un déficit educativo se desplaza a la escuela, el espacio formativo por excelencia. El aumento de los accidentes de tráfico llevó a implementar la educación vial en los colegios; el repunte de casos de violencia sexual obliga a más educación afectivo sexual en los institutos; el creciente número de adolescentes que apuestan exige más charlas en horario escolar; y lo mismo pasa con el consumo de drogas o con el consumo de pornografía. Y lo último, contra la adicción adolescente a las redes sociales, la propuesta de prohibir los móviles en la escuela. ¿Y qué iniciativas tomarán los padres?

La escuela tiene la función y la obligación de formar integralmente a los jóvenes, pero se nos olvida que la familia es el primer agente socializador, con un poder educativo que ya quisiera la institución escolar para sí misma. La escuela no debe eludir responsabilidades, pero tampoco las familias deben hacer dejación de funciones. Y en el asunto de la adicción al móvil (como en el resto de asuntos mencionados) las familias son las primeras que deben actuar.

Los padres y madres que defienden vehementemente la prohibición de los móviles en la escuela (algo que, por cierto, ya está regulado en la mayoría de centros escolares), pasan por alto que si el alumnado usa el móvil en el colegio es porque la familia se lo ha proporcionado. Sí, la familia, no el colegio. Obvian que quien lleva un móvil al instituto ha salido del domicilio familiar con el aparato en su bolsillo. Olvidan que las 4 horas diarias de media que pasan sus hijos con el móvil no transcurren en el aula, sino en la intimidad de su habitación o en el salón de su casa, ante la mirada impasible de los padres. Ignoran que el uso de las pantallas no empieza en las escuelas infantiles sino en las comidas familiares, con amigos, o en los paseos en los que se quiere mantener ocupados a los hijos (algunos todavía en el carro de bebé). Los modelos de conductas adictivas al móvil no los copian los adolescentes del profesorado sino de otros adultos.

De la misma manera que prohibir el consumo de tabaco en los institutos no impide que los jóvenes fumen, si quieren, fuera del recinto escolar; del mismo modo, si las familias no asumen su papel como educadores de primera instancia, prohibir el uso de los móviles en la escuela no impedirá la adicción a las redes sociales. El problema no radica en la escuela y, por tanto, tampoco la solución. Si de verdad se quiere abordar con éxito el problema, las familias deberían, en primer lugar, mirarse a sí mismas y, en segundo lugar, dirigir sus esfuerzos contra aquellos que se benefician de esta adicción. Por supuesto, siempre contarán con el apoyo del profesorado. 

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