Quemar libros norteamericanos bajo el estruendo de una DANA mediterránea no tiene precio; sobre todo en la noche del estreno. Huele un poco a borrasca valenciana en el escenario del Sporting Club Russafa y mucho, de verdad, al queroseno antes de alcanzar los 451 grados. Bajo el repiqueteo aceituno de las gotas contra la uralita del Club, las dicciones diversas de los personajes de Fahrenheit 451 se articulan meritoriamente en los labios de Xavo Giménez: un actor para distintas voces. No es algo nuevo, nos tiene acostumbrados desde su gran obra Llopis (2016). El intérprete consigue enarbolar satisfactoriamente la bandera del bombero Montag, del capitán Beatty y, sobre todo, del profesor Granger. El paseo entre los clásicos, de Aristófanes y Marco Aurelio a Beckett, cogido no de la mano sino de la voz de Granger, culmina con la ascensión a los largos aplausos. No solo la interpretación de los personajes masculinos, toda la versión de Xavo Giménez adquiere paulatinamente la solidez de una encuadernación clásica del texto de Bradbury. Hasta el crescendo final, como ya hemos dicho. Una solidez teatral que no demanda claridad ni haberse leído previamente la novela americana: no es una mera adaptación. El intérprete llora de espaldas.
Tienen hasta el 29 de septiembre para escuchar los sollozos.
Cuesta, sin embargo, subirse a la dicción de Mildred. Esa Mildred que muchos llevamos dentro y que parimos cada vez que acabamos copiando de la Wikipedia para ganar tiempo. Así aligeramos hoy y así nos chivamos hoy: seguimos acelerando demasiado por las avenidas y delatando a Montag ante los nuevos Beatties. La voz de Mildred no es fácil de creer en Russafa, era esa la voz más necesaria, la del mismo Bradbury cuando reconocía que el problema no era McCarthy, como había proyectado en una entrevista de radio en 1956. No, el problema somos nosotros; soy yo cuando acudo al resumen de Fahrenheit 451 de la Wikipedia y mascullo que el problema soy yo, que también veo la versión de Fahrenheit 451 de HBO (2018) y que busco analogías obvias con la serie Black Mirror de Netflix: el sabueso mecánico de Fahrenheit 451 como el Metalhead de Black Mirror (temporada 4, capítulo 5) o el chivo expiatorio, cazado por el sabueso tras la huida de Montag, como la escapada drogada y televisada de White Bear (temporada 2, capítulo 2). Aparte: el drogar de Pelicot ha superado cualquier ficción.
Volvamos al problema: no era McCarthy ni la censura americana; el problema era que los mass media quemaban y siguen quemando libros, secando la savia de sus hojas y configurando un circuito cerrado de “eventos” culturales del que no sale la masa. La masa es la que ahora va a festivales de música, a conciertos en el Bernabeu. La masa es la que vemos series de Netflix, como Black mirror.
En suma, las condiciones materiales de reproducción de contenidos para el entretenimiento de masas se imponen casi siempre sobre los ideales de transmisión cultural de minorías elitistas. Casi siempre o, económicamente hablando, siempre. Del mismo modo que la escritura y la lectura acabaron por arrinconar a la memoria mítica y al cuento, el video está desplazando al libro.
No obstante, quedan vestigios míticos: el ideal de transmisión cultural memorística se ve reflejado admirablemente por la memorización fluida de Giménez y, también, por su brillante versión del final del texto de Bradbury. Ese es el ideal elitista que los bomberos quemalibros como Montag contribuyen paradójicamente a restaurar. Es esa, también, la intuición socrática que evita dejar nada por escrito, porque después se podría leer y, si se pudiese leer, entonces ya no se memorizaría y se convertiría en accesible a las masas. Y conocer es recordar, según la teoría de la anámnesis. Pero memorizar no es metabólicamente eficiente ni en una cultura libraria ni en una cultura informatizada o wikipedizada.
¿Está prohibido leer? En 1956 podría tener sentido responder que sí y culpabilizar de la prohibición a McCarthy. Después, Bradbury acusaría a los mass media; pero en la Valencia de Xavo Giménez, ya no está prohibido leer. Ya no hace falta prohibir. Ya no. Solo hace falta bajar el precio de la suscripción a Netflix. Solo incitar al consumo pasivo e indiscriminado de contenidos online legales y ojalá baratos. Por eso, dialogar y memorizar libros parece una nueva redención, aunque sea tan vieja como Sócrates y tan inútil como escribir en valenciano o esperar a Clarisse o Godot. Por eso, quemar libros no tiene precio.